30 de junio de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas






MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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LA ENFERMERA CIRCASIANA

Lo de Firmin fue una venganza del maestro Sapiencio, ya saben, el dueño de la primera biblioteca que degusté, a la que debo mis primeros placeres y desvelos. Días después de mi periplo por el Bósforo, descubrió con estupor los minúsculos restos triturados de algunas páginas. No hubiera puesto el grito en el cielo, si no fuera porque pertenecían a los libros que Edzhe Nur Sadakoglu, la enfermera circasiana que lo había atendido de unas fiebres en Esmirna, le había enviado a través de una librería internacional, en recuerdo de un amor platónico que no pudo ser y de una ciudad destinada infructuosamente a ser testigo de sus amaneceres juntos. No podía tolerar la afrenta de que alguien se hubiera atrevido a mancillar los únicos vestigios, que lo unían con aquella hermosa descendiente de legendarias concubinas de los bajás turcos de hacía siglos. Sabía que los estragos no habían sido causados por roedores, debido a que sólo les faltaban algunas letras, por lo que ideó una estratagema, que ofendió lo más íntimo de mi orgullo. En el rincón más húmedo e insalubre del recinto había descuidado, a modo de cebo, un ejemplar magro, de pocas hojas. Transcurrieron semanas desde que lo advirtiera, sin que me llamara la atención lo suficiente como para acercarme siquiera a un metro de distancia. Había en él algo de un no sé qué de repugnancia contra la que mi intuición se resistía. Pero como el moho hiciera aparición en la página de derechos, la lignina y la tinta comenzaron a difundir el olor a descomposición típico de los libros viejos, un aroma subyugante al que no me pude sustraer. Ya fue premonitorio que la primera pieza con la que comencé a leerlo, vía esófago, fueron los primeros números del código ISBN. Casi me da un patatús, porque era la primera vez que me ocurría, que tras una cifra se escondiera una historia, y menos la de una rata de ciudad llamada Firmin. Sam Savage contaba que esa criatura peluda y asquerosa había aprendido a leer comiéndose los libros, pero que después había abandonado dicho hábito para convertirse en un intelectual respetuoso. Además, en la cubierta ponía que la obra llevaba más de un millón de ejemplares vendidos; es decir, que si alguna vez mis andanzas llegaban a la imprenta, la ignominia de mi imitación se vería multiplicada, y no digamos la censura por no haber dejado de mordisquearlos, como Firmin. Odiaba a Firmin, a Sapiencio, a Savage y a la imposibilidad de comportarme de otro modo. Durante meses me estuve alimentando sólo de las revistas que había apiladas bajo el hueco de la escalera, fuera de la biblioteca, expulsado por una rata que me había sumido en la vergüenza. Las pornográficas y las de viajes tenían el papel satinado, sus comidas exóticas y el agua sin clorar me producían diarrea, cuando no un escalofrío intestinal los arreglos de Photoshop, que se escondían en pechos, vientres y caderas. En cambio, las de literatura y filosofía, editadas sin lujos, me provocaban mal de altura y vértigos. Pero no crean que me di por vencido, porque todavía habría de volver al santuario de Sapiencio por algún tiempo, antes de que decidiera marcharme definitivamente.   




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