12 de junio de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas





MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

7
EL BÓSFORO

Mi relación con el agua se reducía a los padecimientos que me había ocasionado la lluvia, cuando a campo abierto me había sorprendido alguna vez su descarga inmisericorde. Como no necesitara de su contacto directo para mi supervivencia, ni tenía por entonces desarrolladas las melancolías que su contemplación suele provocar, sólo veía en ella el ahogo y la incomodidad que sus gotas caídas sobre mí, me producían. Cada uno de los golpes sobre el caparazón hacían temblar todo mi cuerpo y  desestabilizaban mi presurosa huída en pos de algún cobijo. Lo peor sucedía cuando toda la cabeza se me quedaba envuelta en sus transparencias líquidas, de las que tenía que deshacerme buscando algo seco y poroso que las absorbiera, si no quería dar pronto engorrosas muestras de asfixia. Mis largas esperas bajo un montón de hojas de roble en putrefacción o el saliente de una piedra, hasta que escampara, no despertaron en mí sensibilidad alguna. Por eso, la primera vez que descubrí el agua en los libros, no puede establecer, en una primera instancia, la relación entre ambas experiencias. A ello contribuyó el sabor salino que había penetrado en mi boca, desde el título de un libro que había sido abandonado en el primer peldaño de la escalera, con la que Sapiencio alcanzaba los situados en las baldas más altas. Se trataba de El Bósforo de la melancolía, del memorialista estambulí Abdülhak Şinasi Hisar, quien recrea en sus páginas la civilización del Bósforo hasta la llegada de Atatürk. Me llamó especialmente la atención que alguien hubiera escrito en la portada a mano y con pluma «Traducción libre e imposible de la versión inglesa de Sir Richard Clearwisdom». Pero lo importante era la tristeza que emanaba de aquellas aguas, que tomé por un elemento de la naturaleza nuevo y desconocido para mí, hasta que el narrador utilizó la palabra “aguas”, para referirse a la superficie sobre la que se deslizaban los barcos, que se movían indistintamente a lo ancho, de un lado a otro de los dos continentes, y a lo largo, desde el mar Negro al mar de Mármara, o a la inversa. Con los lamentos de Hisar supe de mares y estrechos, de grandezas y tiempos que nunca volverían, de ajenos vacíos fantasmales, que ya eran míos, con los que construiría nostalgias desconocidas. A bordo de este sentimiento, avistando a un lado Europa y a otro Asia, di con  Ahmet Hamdi Tanpinar, estaba sentado en un café de la plaza Taksir con Hisar y el poeta inédito Yhaya Kemal. No supe con certeza en cuál de sus tres libros, posados sobre el segundo escalón, Paz, Cinco ciudades o El instituto para la sincronización de los relojes, la sirena del faro de Ahirkapi se estrellaba contra las colinas que circundaban el Bósforo envuelto en niebla, y competía desde su inmovilidad con la de los navíos ciegos. Un suspiro salobre amenazaba con cerrar mis ojos embargados por la emoción, cuando del tercer escalón observé que se precipitaba una amargura vibrante y densa, era el Estambul de Orhan Pamuk quien la destilaba desde las alturas omniscientes, y se erigía en el Virgilio de mi ignorancia turca y acuática. Pues tuvieron que venir todavía muchísimas humedades a mi vida, para que tuviera conciencia de que aquella especie de linfa que se extendía por todo el planeta, adquiría múltiples formas y estados, líquidos, sólidos, gaseosos y anímicos, pero esta es otra historia.

              José Miguel López-Astilleros




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