16 de junio de 2013

Una novela por entregas







Capítulo 19

Volví a la buhardilla. Me descolgué desde el tejado y dormí allí hasta el alba. Con las primeras luces Karenino ladró. Larsen se despertó y empezó a dar vueltas arrastrando un pie por entre los libros del suelo. Cojeaba sin saber si la extremidad se le había paralizado, dormido o congelado. Al levantarme del lecho de libros putrefactos el reloj de arena con alas de murciélago se me cayó al suelo. Larsen se detuvo y sus ojos abichados se dilataron.
–Tenemos que llevársela al anticuario de la calle Cantareros –dijo ceñudo–. Y esos libros. Seguro que le interesan.
Señaló un atadijo con libros de Vokislav Karbajc. No se le había escapado al buitre cómo los codiciaba Garnach. Probablemente los había escogido de entre los que había hurtado en el local de Lamieva, porque libros de ese autor no habíamos visto en la vida antes de que apareciera ella. Se veía que ni siquiera los había ojeado desde el robo. Con dos dedos sucios de hollín cogió un ejemplar: "Los que aún no hemos muerto". Aquel título nos dejó súbitamente helados como una pedrada de nieve en los ojos. Ese "aún" era el punctum más trágico de todos los que poblaban nuestras tristes existencias. Los vivos, pensé, los que aún no hemos muerto somos los vivos, pero decirlo así era decir algo más, eran los vivos que iban a morir, es decir, todos, todos que estábamos condenados a la muerte inexorablemente, y que vivíamos una vida en vilo pendientes de morir. Arranqué el libro de entre las manos del pobre trapero y lo abrí al azar. Era poesía, breves poemas de versos blancos y desnudos escritos al filo del vacío. Apenas unas ramas de luz, animales escuálidos y ateridos invadidos de insectos. En vez de personajes huellas, exudaciones, sombras, en estrofas contraídas, una poesía deslumbrante y cruel desprovista de toda esperanza. Me flaquearon las piernas y caí desplomado sobre mi triste figura acoplado a mi sombra del suelo de libros viejos. A Larsen se le cayó de las manos otro tomo de Vokislav que tenía y asomó la cara al mío. Leímos largo rato la misma página sin valor para pasar a la próxima.
Después de un rato lo cerramos y, tras guardarlo en el gabán con los otros, salimos a la calle aturdidos y demudados. Después de vagar horas sin rumbo, llegamos a la tienda. No había nadie y, cuando estábamos con la nariz pegada al cristal, apareció a nuestra espalda el anticuario. Renqueando sacó el manojo de llaves. Las bombillas huérfanas de las últimas lámparas de la cueva parpadearon al sentirnos y el traje de torero se tiró solo de la silla al suelo. Detrás unas alas de ángel de raso ajado y centenario temblaban de frío. Larsen sacó los libros y el anticuario se puso muy nervioso al comprobar que eran de Vokislav. Los guardó en un cajón y le metió en la mano más billetes de los que hubiéramos imaginado. Sin embargo ni siquiera miró el reloj de arena que robé de la tumba aquella. Se notaba que quería que nos fuésemos cuanto antes.
Salimos de allí y deambulamos como vagabundos hasta que pasó casi todo el día. Pasamos frente al fauno del jardín romántico y paramos a beber de su agua. Larsen se humedeció las entrecanas guedejas y se las cogió en una coleta. Se abrochó los harapos y se sacó del zurrón mágico unas gafas negras de pasta como de Woody Allen. Luego me indicó que se iba al librovejero de la colegiata y que le esperase allí. Allá se fue al trote como un jamelgo viejo. Estuve mientras anochecía en compañía de esa piedra semihumana con patas de chivo y cuernecillos de diablo que me miraba atentamente. En un momento dado me pareció ver que movía los labios. Volvió al poco el pícaro, se sacó dos libros de las entretelas y me ordenó que fuera a vendérselos al de la colegiata, que se los acaba de encargar él. Me acerqué hasta el tugurio. Una campanilla chillona me anunció y de detrás de una pila de periódicos viejos asomo la testuz escarolada del librero.
–Buenas tardes tenga usted –dije con naturalidad.
–¿Qué se tercia?
–Estas dos piezas. De un desahucio.
–Sí señor. ¡Qué tragedia! Gentes arrojadas de sus casas a las calles por esta contumaz crisis de los cojones... Sabe usted lo que le digo, pues que esto va a peor, que el futuro es el pasado, que vamos hacia atrás en el tiempo... Aunque eso, bien mirado, a nosotros los anticuarios hasta nos puede apetecer, pero claro que también nos puede reventar el negocio... Tenían que hacer como yo, que ni casa tengo. Bueno, tengo esta covacha. Vivo aquí, en este negocio, que ni mío es y ni renta pago, pues el casero murió abintestato... Sí, sí... Mire usted... aquí mismo duermo.
Esparció unos cuantos libros sobre una superficie casi plana y sacó una colcha de debajo de un orinal, y, para darle la verosimilitud completa a lo que decía, se tumbó bocarriba, cruzó las manos y los pies y roncó tres veces con los párpados echados.
–Sí, sí –conteste al yacente y le alargué los dos libros mientras permanecía acostado.
Los sopesó encorvando el cogote y puso un gesto de suspicacia desconfiando de que hiciera tan poco que alguien le hubiera hecho ese encargo. A regañadientes me pagó esas piezas casi con toda la seguridad de que le habíamos timado. Salí con el dinero y le hice una señal al pícaro que ya se había quitado el disfraz para reunirnos en el arco de la cárcel. Poco antes le entraron ganas de orinar y lo hizo al pie de una extravagante grúa de obra que, anclada al piso, sostenía un cacho de roca con un cuerno que un escultor chiflado había titulado Unicornio y vendido al municipio arruinado por varios millones. A mitad de la meada puso enhiesto el pito y meo toda la escultura. Aquello consiguió arrancar las muecas de algunas risas a las que nuestras jetas no estaban acostumbradas y, fantasmales y rijosos, penetramos al zaguán de Club Cultural de Amigos de la Naturaleza. El viejo caserón medio caído alumbraba con bombillas cagadas de moscas ancianas la escalera toda torcida. Los murales de generaciones de artistas olvidados recreaban exhaustos entusiasmos de los años ochenta y noventa y se mostraban atacados por blasfemias, lemas revolucionarios y poesías suicidas. Obra toda ella de manos pertenecientes a hombres y mujeres que militaron en todas las revoluciones pendientes que ya nunca tendrán lugar. Incliné los ojos a la lucerna por la que entraban lechadas de luna y vi cuatro figuras pintadas sobre el yeso tumefacto, cuatro figurines hieráticos como almas en pena que se fugaban al cielo, firmadas por tres iniciales, B.M.C. Entonces se me apareció en el descansillo un fantasma que atravesaba una puerta llena de telarañas. Era una mujer con un camisón y descalza, con una aureola de su propio cabello ligeramente erizado. La quise tocar y mi mano la traspasó porque era de aire. En eso se abrió la puerta del piso del C.C.A.N. con una tufarada de humo y ruido que bajaron por toda la escalera. Penetramos de incógnito en el desván. De pronto un inusual silencio se estableció. Los asistentes ocupaban la pieza al completo tumbados y sentados por el suelo y en las pocas sillas desportilladas que había. Un muchacho, todo de pana y con bufanda negra que le pendía hasta la punta del pie, estaba subido en una banqueta y hablaba al resto.
–Pienso que nuestra sociedad de amigos, compadres y camaradas, debe resistir a los tiempos del gran fascio que vivimos. Mucho peor que los antiguos del franquismo donde las cosas estaban más claras y se veían venir. Camaradas, que se nos prohíba fumar, ...con la excusa de la ley antitabaco... como si no fuéramos dueños de nuestros cuerpos y, por supuesto, de nuestros pulmones... Yo propongo que votemos por fumar y beber como estábamos haciendo y que, si no nos han hecho salir de este centro social ni los egoístas capitalistas pequeño burgueses de los herederos, ni los especuladores promotores inmobiliarios, no lo van a hacer los perros moralistas disfrazados de médicos.
Los asistentes cortaron el discurso con aplausos unánimes y el sujeto se arruinó en tosidos flemosos de enfermo crónico. 
Uno ya canoso y con gafas de alambre tomó la palabra desde el suelo.
–Yo digo que ya vamos teniendo una edad y que podíamos aprovechar para sanearnos un poco, que lo que une nuestra fraternidad es más la reunión y no el consumo... Además... ¡Qué leches! Si tener aquí un bar es ilegal y un punto capitalista y evasor de impuestos... Joder... Aquí se podía tener un ambigú, no más... Lo que queréis es un antro, un bar chungo, quitad esos carteles de la F.A.I. o la C.N.T. 
Un grave silencio acompañó esas palabras como si un tabú hubiera sido desvelado. Acto seguido se sometió a votación asamblearia la continuidad del fumeque y del bebercio y a Larsen le dieron tres codazos para que votara afirmativo alzando el muñón con guantes de trapero. Salió que sí. 
Inmediatamente se abrió un reguero entre los presentes que se tiraban a los lados en el piso de tarimas rotas y balanceantes y, desde detrás de los cortinajes de la puerta, apareció, a contraluz y seguido de su séquito, Garnach con su mejor cara de poeta. Avanzaba con los párpados más bajados que nunca por las penumbras de la sala hasta un pequeño podio de muebles pordioseros. Se encaramó a él no sin tropiezos de viejo y se sacó unas cuartillas arrugadas del bolso. Por un instante pensé que iba a sacar la hojuela que le metió Pascal en el bolsillo en el anticuario y leer aquellos poemas, equivocado o adrede, como suyos y luego medité que tal vez ese sería el mejor destino de las pobres poesías de Pascal. Pero Garnach pronunció otras palabras, las suyas de siempre, las que, vestidas de belleza, decían que la vida era una cosa horrible y los seres humanos, en general, líricos y bellos, pero, vistos de cerca y uno a uno, monstruos repulsivos. Hizo la entrada de un poema con la narración de cómo pasaba los ratos de su infancia contemplando animales moribundos y la carroña en el campo en proceso de descomposición picoteada por lo cuervos y sobrevolada de moscas. Aseguraba que aquello formaba el espíritu poético mucho más que las mejores bibliotecas y que, para él, había sido su Museo del Prado. Leyó sin embargo después unos versos distintos a los que solía repetir. De pronto me vinieron sensaciones muy fuertes de que aquellos otros poemas los conocía también pero que no eran de Garnach. Empecé a recitar, en voz baja anticipándome décimas de segundo a cada sílaba, y cuando acabé me quedé compungido y confuso. Bajé los ojos a la cara de Larsen quien exclamó igualmente confuso: "Vokislav". Sin decirnos nada estábamos de acuerdo.

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