7 de junio de 2013

Las malas companías




El Rastro, primavera del 2013


Nos extrañó ver al Ilustrado con el chandal de dominguero, acostumbrados como nos tiene a su estilo de caballero de Oxford. Con la llegada del calor las enciclopedias pesaban más y necesitaba estar cómodo. Empezó a revisar la mercancia consultando su libreta  de registros y otros coleccionables. El Pescador de Ebay no se quedó atrás y nos sorprendió con su tablet, allí tenía la lista de tauromaquia y anuarios. "Hay que modernizarse, amigos", riéndose de su sombra.
No perdimos mucho tiempo en Reto porque todo estaba visto hace ya tres semanas.
El ubícuo Gromov (en verano partirá hacia Laponia) le regaló una Poleskine de bolsillo a Larsen, y Tinofc le pidió otra por el mismo precio, pero le recordó el eslavo que se la pida a la Virgen de los libros. Llegamos a una papelería de saldo donde el editor de Labici probaba todos los artilugios como si fuese a hacer el inventario (la cizalla, las grapadora, los portafolios, las pegatinas, el cuter... ). Estaba más contento que un niño en la noche de Reyes. Al final se llevó solamente una carpeta floreada de pasta dura para guardar los originales de los artículos que publica en Jot down.
Según nos acercabamos a la cacharrería, un alegre Marchante nos paró para enseñarnos unas miniaturas japonesas pintadas al óleo, encontradas en el Reguero. Con su habilidad  para descubrir las falsificaciones, reconoció que eran auténticas y por eso le habían costado 2 euros cada una, subrayó. Nos confesó, dejando de lado su timidez, que en su buhardilla pasaba el fin de semana entre caballete, pinceles y modelos exuberantes.
En el Delta del Danubio los precios estaban más tirados por los suelos que los libros, pero cada vez nos cuesta más doblar las rodillas sino que se lo pregunten al Marqués de Santillana. El inquilino del Pabellón 6, que nos llena la tienda de ultramarinos de animales, se compró una colección de clásicos (50 CD por 5 euros), para amansar a las bestias pardas de su zoo. Una vez más, la necesidad ajustó el precio. Nunca la vio tan grande el músico de la Corte.
Empezamos nuestro paseo  y con él, nuestra afición más personal, depellejar al personal. Como teníamos a Gromov de cuerpo presente, (no está bien hablar de los amigos) nos arreglamos con el licenciado Regil del que Tinofc nos ilustraba los tiempos en que denunciaba a todos los vendedores sin licencia. Así, por arte de magia local, fueron desapareciendo de la acera de la Urraca, la pajarería, el puesto de filatelia y numismática, los cartófilos...  Sólo quedaron sus fascículos y revistas a mitad de precio.
Gromov recordó a José y su mesa de camping donde exponía los tesoros de los contenedores del barrio. Ocramalliv, que sufre delirios melancólicos desde que casi le cierran la Casquería por los recortes, entonó una melodía (la letra no la recordaba) de un Cancionero de la guerra civil, fechado en el 1936, que apareció debajo de la mesa, (donde hacía solitarios el rastrero), entre las medallas de la Virgen de los Desamparados. Nos nombró unos cuantos guindanleros que la vida había ido apartando de esta orilla, por distintos motivos, como usados cachivaches.
Desde lejos llegaba con su parsimonia bajo la protección de Morfeo, el Amanuense con su kit de explorador. Nos enseñó la Colección completa de bolsillo de Rodríguez de la Fuente. Mientras calculaba la ganancia mentalmente, nos sacó de la bolsa una exquisita edición del Viejo Reino de León  del Trinitario Aparicio.
El Conde de Lucanor, el snob del Rastro, paseaba con su andar versallesco, su bastón de cabeza de águila marfileña y sus insignias prendidas en la solapa (según Tinofc una era del Atleti). No pudimos reprimir la risa. Disimulaba con su vista altiva el desdén de una familia venida a menos y la ruina de una época ya lejana.
El nieto del último heterodoxo de esta ciudad nos deleitó con una novela que había leído esta semana, "Los golfos apandadores" de la editorial Impar. La historia transcurría en una ciudad de provincias donde unos bohemios señoritos, (valga la redundancia), Melifluo y Álvarez Pizarras, nos cuentan sus patéticas hazañas. Se nos quitaron las ganas de leerla. Nos quedamos con Monipodio.
Todavía no sospechábamos la sorpresa que nos deparaba el Arroyo. Entre los restos del Glorioso Movimiento apareció el libro de calificación escolar (Bachillerato) de un Presidente de la Diputación provincial de León. Sus notas no eran para tirar cohetes, por eso había llegado tan lejos. El hallazgo fue más feliz cuando empezamos a contárselo a los ultramarinos, que en principio no se lo creían y después fueron dando distintas salidas al librito. "Se lo mandamos a la Isabelita" (El Ilustrado). "Podemos hacerle chantaje", (el Ultraísta). "Yo lo veo todos los días y se lo puedo dar y pedirle una bonificación", (Agente Smile).
Al final se lo llevó el discreto Larsen y no tardará en salir en estas páginas. Esos papeles y fotos con su silencio y soledad nos hablaban más de nosotros que de él. Tempus fugit.
El Inspector Ocramalliv llegó, mandando señales de humo, con su carpeta primaveral debajo el brazo, con los expedientes y su  habitual libro de memorias, El inmenso placer de matar un gendarme. Memorias de guerra y exilio de Santiago Blanco. Tiene un don especial, que funciona como imán, para este género memorialístico. Dice que lo desarrolló en el cuartel de Melilla donde fue un bibliotecario desplazado.
Antes de emprender la marcha repartimos el botín que celosamente guardaba el Trapero en su maletero. Todos los que pasaban se nos quedaban mirando con la sospecha de que trapicheabamos con sustancias prohibidas. Casi mejor porque si realmente supiesen el tejemaneje que nos traíamos con los libros, estaríamos todos en el Pabellón 6,  de donde sale todos los fines de semana, el dodecafónico Gromov.
Estábamos fuera de lugar, pero estábamos, y eso es lo que importaba.







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