17 de noviembre de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas






MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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CABELLOS, SARDINAS, SAPOS

Yo, como estaba hecho a los diferentes tipos de papel y a las diferentes tintas que transitaban por ellos, mediante su consumo en pequeñas cantidades, para apropiarme de sus placeres y conocimientos, no imaginaba que el vientre de aquellas criaturas, los libros, pudieran albergar algo distinto a estos elementos. En un ejemplar de Topografía de las colonias de ultramar del topógrafo criollo Serafín Cuernavaca, encontré en mitad del capítulo dedicado a la orografía de Cuba, un mechón de cabello dorado atado con una estrecha cinta de raso azul, a su vez dentro de un sobre vacío con el nombre del autor del libro, escrito en letras armónicas, cuya caligrafía denotaba una evidente impronta femenina. Había sido editado a mediados del siglo XIX, así es que posiblemente fuera adquirido en una librería de lance o en un rastro. Lo curioso es que hubiera sobrevivido a sus avatares aquella reliquia, de propietario en propietario, como parecía. Quedé perplejo, porque uno se acostumbra enseguida al tono de una obra en cuanto pasan unas páginas, y aquel hallazgo convertía mi lectura en algo muy distinto al estudio de una obra técnica. ¿Quién sería la dama, acaso una novia? ¿Habría contenido el sobre una despedida, la narración de un hecho cotidiano, una noticia o una declaración de amor? Estas y otras muchas preguntas desviaron mi atención hacia una historia romántica de desamor y celos, situada en las latitudes de la isla caribeña. No hizo falta que llegara a morder los cabellos o el sobre, para adentrarme en sus entresijos sentimentales. Tampoco hizo falta que llegara a la descripción de las islas Filipinas, para dar por ultimada dicha lectura, puesto que los protagonistas no habrían de ser montes, volcanes, ríos o bahías, sino dos seres humanos, cuyos placeres y tormentos me dictó mi invención. Otra vez ocurrió que, intentando leer a salto de mata, mordiendo de aquí para allá, se me quedó atravesada una espinita en la boca, pertenecía a una raspa quizás de sardina o pez similar. Estaba situada en la página 322 del Tratado de gnoseología del filósofo empírico del siglo XVIII John Cardigan. Como me costara un ímprobo trabajo desembarazarme de ella, todas aquellas filosofías no llegaron a seducirme lo más mínimo, sobre todo porque si a quien había depositado allí aquel despojo, no le había importado que dejara una mancha de aceite, que transparentaba el papel biblia, menos me iba a importar a mí negarme a comprender todo ese lenguaje abstruso, siendo así que aquel libro sólo consiguió que me interesara por la naturaleza de los peces teleósteos, características anatómicas y variedad de especies. Podría relatar decenas y decenas de objetos singulares, con los que me topé entre las páginas de los libros de aquella biblioteca, pero ninguno tan extraordinario como la minúscula vesícula de un sapo, encontrada en una traducción del latín en lengua vernácula, cuyo facsímil numerado se titulaba Los venenos de Juana de Navarra, de un autor anónimo del siglo XV. Llegué a la conclusión de que se trataba de tal órgano, porque permanecía adherida al capítulo donde se describían sus supuestas propiedades letales, los síntomas y la agonía que producía; bien es verdad que citaba unas especies de batracio desconocidas en la actualidad, lo que me indujo a preguntarme sobre el propósito de tan gratuito acto, si no podía pertenecer a ninguno de aquellos anuros relacionados. Pero no fueron esos derroteros por los que caminaría mi interés, sino sobre las intenciones que movieron a tan singular dama a desarrollar tal cantidad de venenos, si con uno le hubiera bastado para acabar con la vida del futuro rey Enrique V, y por ende a reflexionar sobre la vanidad de los creadores. Los libros que sirven de lecho a pecios y extravagantes adiposidades ajenas, devienen en libros distraídos, pues sólo sirven de túmulo a los huéspedes que albergan.

José Miguel López-Astilleros 



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