... donde va a parar todo lo santo y no santo de la ciudad, como si fuera una tierra de nadie, un puerto franco para objetos arruinados o perdidos. Aquí se encuentra lo que está a punto de dejar de existir y lo que puede no encontrarse jamás. La pieza que falta en el puzzle de la prosperidad y el objeto obsoleto que puede situar un rincón de arqueología sentimental en el living-room de un piso de renta limitada o ilimitada. En este sentido cumple una función, es un servicio a la ciudad. Pero también puede verse como cementerio de objetos vivientes en el que los hombres se limitan a vigilar el orden de las resurrecciones. Hay una cierta convergencia entre la erosión de los objetos y la erosión de los rostros, un cierto contagio de obsolescencia.
También hay parsimonia de vendedores de cosas con tiempo, esa parsimonia de los ajedrecistas contemplados por perros y estatuas inmutables, esa constancia de bancos de zapatos o bicicletas a la espera del pie propicio o del culo de buen asiento que les ponga en movimiento. Hay un viejo con saxofón y chichonera y retratos de Franco y José Antonio: impasible el ademán, desde luego. Caretas de carnavales imposibles. Olores a barnices rancios. A cadáveres de carcomas emparedadas por ceras amarillas. A vista de pájaro es una ciudad dentro de la ciudad. Desde la perspectiva del gusano que languidece en un buffet fin de siglo de madera de nogal, representa una oportunidad de supervivienda antes del basurero o la trituración. La leyenda dice que de vez en cuando en esta ostra se encuentran perlas o el plano del perdido tesoro del capitán Kidd. Pero las cosas son lo que son, y en definitiva son una comprobación más de que lo que a unos les sobra, a otros les falta. Es un mercado de objetos sin estuche. Es un mercado de sinceras funciones, bajo la ley suprema del lo toma o lo deja.
(MVM)
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