1 de septiembre de 2014

Me acuerdo







Me acuerdo, no me acuerdo…



Me acuerdo de un abuelo lector, a quien sólo conocí por las escuetas palabras de mi abuela.
No me acuerdo de los libros que leía, porque a alguien se le ocurrió pensar que con un lector en la familia ya había bastante, y los fue quemando a golpe de helada, invierno tras invierno.

2

Me acuerdo de los libros de santos de mi abuela, los únicos que sobrevivieron al fuego, pero no al olvido, aunque sus historias de redención aún me aterrorizan.
No me acuerdo de sus cielos de papel, porque los placeres y el dolor me convirtieron en un pecador sin reino.

3

Me acuerdo de los libros que me regalaba la Señorita Mercedes cuando mi abuela me llevaba de la mano, antes de que aprendiera a leer, y que recibía con la solemnidad de lo sagrado. ¡Ay, Señorita Mercedes! A tus noventa años, pequeña, enjuta, barbada y viva, catedrática en tiempos, repartiendo desde una tartana en marcha tu biblioteca, condenada con seguridad a una pira funeraria.
No me acuerdo del remordimiento de haber perdido aquellos libros. Las primeras criaturas que me supieron a carne alada, a tierra y a sal marina.

4

Me acuerdo de Moby Dick, enterrada y terrible en un océano de tierra, porque entonces todos mis mares, mis inmensidades, eran minerales, esteparias.
No me acuerdo de Moby Dick, cuando ahora surco los abismos desde la superficie de las olas o las autopistas de los vientos. Se quedó varada en las fosas calcáreas de una tierra y una edad extintas en la memoria, con el capitán Ahab ceñido a su vientre de corrupción.

5

Me acuerdo de la Biblioteca Municipal a la que iba todos las tardes al salir del colegio, después de merendar.
No me acuerdo de las bibliotecarias advirtiendo de la hora del cierre. Ellas jamás supieron que allí me quedaba cada noche, emboscado en La isla del tesoro o en las selvas de Malasia. Ni saben que aún sigo allí, buscando entre melancolías el libro definitivo que me permita detener el tiempo.

6

Me acuerdo cuando mi madre me llevó a la Biblioteca Municipal, para prestarme su nombre y poder llevarme libros a casa. Joven, hermosa y sepultada en la Edad Media, firmó la inscripción con el propósito de que leyera todo lo que a ella le había hurtado la temprana muerte de su padre, cuando contaba seis años.
No me acuerdo de mi voz pronunciando su nombre, cuando una de las bibliotecarias me preguntaba “¿A nombre de quién?”, y entonces, sólo entonces, ella era la lectora.

7

Me acuerdo de Tintín, de Astérix y Obélix, de las ilustraciones grandiosas de Barcos de hoy, de los temibles y fascinantes Aviones de hoy.
No me acuerdo de qué hacían mis héroes después de terminar cada aventura. Si permanecían inmóviles hasta la próxima lectura, o se pondrían americana y corbata para dirigirse a la boite de una ciudad lejana, a encontrarse con una amante misteriosa.

8

Me acuerdo de Spiderman, de Roberto, Alcázar y Pedrín, de La Masa, de las únicas ciudades conocidas, en blanco y negro, a trazo de plumilla.
No me acuerdo de quién me prestaba todos aquellos cómics de hojas dúctiles y gastadas por tanto intercambio, tanta mano, tanta mirada, tanto ensueño.

9

Me acuerdo del Capitán Trueno, de Goliath y de Crispín.
No me acuerdo cómo conseguía enamorar a la bellísima y exótica Sigrid sin desatar las iras del Capitán.

10

Me acuerdo del ejemplar de Flecha Negra que alguien me escondió en la sección de novela juvenil, y no pude terminar de leer.
No me acuerdo del final que tuve que inventar, para poder quitarme aquella historia de la cabeza.

11

Me acuerdo de las antologías de Juan Ramón Jiménez y de Antonio Machado, y de todos los poemarios que tuve que consultar para realizar un trabajo escolar titulado “El árbol en la poesía”.
No me acuerdo qué versos de aquellos me inocularon la rabia, el veneno, la desolación, las eternidades, y me enseñaron que había otras maneras de existir en uno mismo y en lo otro. 

12

Me acuerdo de las Vidas sombrías de Pío Baroja, de su cubierta verde de tela y sus páginas rezumando humedad.
No me acuerdo de qué hacía con la tristeza de Baroja, si la metía en una caja de zapatos para alimentarla con hojas de morera, o la sacaba a pasear cuando la chica de mis sueños me ignoraba.

13

Me acuerdo de Trece veces trece, de Gonzalo Suárez, en la edición de Papeles de Son Armadans, con su cubierta amarilla, en la que había un rostro asomado a un sol en el ángulo inferior izquierdo. 
No me acuerdo dónde me escondí después de leerlo.

14

Me acuerdo de la tarde en que la bibliotecaria me dijo que había llegado la hora de abandonar las mesas de colores, y pasar a la parte de los adultos, sentarme en una silla y encender el fluorescente de mi lado. La miré a los ojos con incredulidad y emoción. Pero antes de dirigirme hacia allá, contemplé por última vez a Julio Verne, a Enid Blyton y a tantos otros. Sentí que me estaba arrancando las tripas de cuajo, y que por primera vez en mi vida me moría, en una muerte desgarradora y a la vez deseada.
No me acuerdo del vértigo luminoso que me produjo aquella jungla de libros desconocidos por explorar.

15

A modo de epílogo.
Me acuerdo de que no me acuerdo de todo lo que dejé por vivir, por no haber encontrado el libro que me revelara las palabras para poder perderlo algún día, confirmación trágica de haber existido.


José Miguel López-Astilleros

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.