18 de septiembre de 2014

Primeros capítulos de Max y yo, novela en elaboración‏






MAX Y YO
Bruno Marcos
Novela





«París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices.»

Ernest Hemingway



1

Estoy seguro de que se suicidó por no soportar un invierno más. Con los primeros fríos me llegó la noticia del final de Max. Ni siquiera se tomó la molestia de despedirse por carta  con lo mucho que me había escrito. No es que esperase una explicación, una disculpa por abandonarme, por dejarme aquí solo en la vida, pero sé que en los últimos momentos se tuvo que acordar de mí, sé que pensaría en cómo encajaría yo su desaparición y que estaría seguro de que yo intentaría recrear sus últimos momentos, sus paseos por los bulevares, por la orilla del Sena, sus pasos como los de alguien que se sabe un muerto inminente. 
Max se había ido a París antes de dejar de ser joven persiguiendo un sueño que se esfumaba. El arte, la pintura o lo que hacía ya sólo al final, dibujos, eran una excusa para paralizarlo todo. El arte le servía para posponer cualquier cosa, desde levantarse de la cama por la mañana hasta buscarse un trabajo, casarse o tener hijos. No me explico aún de qué vivía, si era rico por su casa o si vivió de las sucesivas novias que tuvo, si se prostituía, traficaba con drogas, o si, realmente, vendía sus cuadros, porque aunque pasaba apuros nunca llegó a desempeñar un trabajo normal.
Había escapado a París como último recurso, como si en aquella ciudad todo él pudiera volver a ser creado, a ser refundado por obra y gracia de un escenario nuevo, por aquellas calles por las que habían transitado Lautremont o Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, Picasso o Monet. Realmente, creo yo, que lo que quería era poner distancia entre nosotros y toda nuestra vida para hacer de sus fantasías de bohemia algo material y tangible y para impedir que le alcanzase la vida, la normal, la de todos, la que habíamos visto en nuestros padres y nos espantaba como el resultado de una lenta y eficaz decadencia.
 Las noticias que me llegaban de él fueron durante mucho tiempo exhaustivas, casi un diario que me enviaba por vía postal. Allí hacía exactamente lo mismo que aquí, es decir, nada concreto, deambular, acodarse en la barandilla de los puentes sobre el río, pasear, tomar cafés, comprar libros viejos de saldo y robar los nuevos en las librerías, ir a galerías de arte, colarse en inauguraciones, recorrer los museos más olvidados, salir por la noche... Si bien su aspecto era mucho más afectado que aquí. A veces me describía de forma pormenorizada su atuendo que se componía con fulares de colores insólitos, camisas antiguas, incluso sombreros y gabardinas de mujer. A veces combinaba ropa de estar por casa con prendas extremadamente lujosas y raídas compradas en el mercado de las pulgas. Un dandy bastante andrajoso o un pordiosero un poco elegante, a un paso de ser un vagabundo,. 
Cuando fui a despedirle a la estación de ferrocarril estaba excitado como un niño. Se había afeitado la cabeza días antes y toda ella y la barba estaban de un azulado mortecino. Llevaba una visera de tejido gris que hacía juego con un abrigo de viejo color ratón y ambas cosas le hacían parecer un famélico huido de la España de postguerra. Daba la sensación de que emprendiera un viaje al pasado, como si se hubiera pertrechado para ir atrás en el tiempo y penetrar a las fantasías que había construido en su mente sobre un mundo bohemio y vanguardista. 
Hasta que el tren desapareció en la boca negra de aquella noche su cráneo pelado asomado a la ventanilla me despidió con carcajadas desmesuradas entre cómicas y tétricas mientras su mano agitaba al aire la gorra vieja.


2

Al principio en París estuvo muy perdido, desorientado, sin saber qué hacer, a dónde ir, se encontraba solo, sin embargo, afirmaba, que el no conocer a nadie le servía para sentirse más libre. Eso me contaba en sus cartas. Me escribía dos o tres veces por semana en servilletas de cafés, en tíquets o folletos turísticos u hojas de hoteles en los que no se hospedaba y a cuyo vestíbulo entraba seguramente a calentarse un rato. Arrebujaba los papeles y los introducía en un sobre hasta que no cabían más y lo echaba en correos.
"No tengo dinero –me decía en uno de sus envíos–  pero soy feliz. Feliz de una forma extraña, seguramente distinta a la que tiene todo el mundo de ser feliz. Antes creía que era un artista pero ahora no lo creo, lo soy. Todo lo que era el arte se ha desprendido de mí. Ya no hay cuadros que pintar, mi vida es mi arte." Muchas veces me he preguntado por qué me escribía, y por qué lo hacía tanto y con tanta profusión, si tanto le llenaba su nueva vida en París por qué no rompía el vínculo con España de una vez.
Por lo que contaba algunos días durmió en los bancos de los parques o en los viejos sofás desinflados de discotecas pasadas de moda. Se convirtió en un clochard, un vagabundo parisién. Nunca me lo confesó pero creo que llegó a pedir limosna porque en algunas cartas me decía lo que sentía mientras pasaba varias horas sentado en la calle, en el suelo, y cómo imaginaba que la gente con verle sabía que pasaba necesidad y que no tenía ni para comer ese día. "Ando perplejo –escribía– como un indigente con el estómago vacío por calles que me parecen las estancias de un palacio, extrañamente alegre sin dinero, sin proyectos, sin un solo amigo. Cojo colillas del suelo, y, a veces, sin disimulo, y pienso por un momento en que podría verme hundido pero luego paso frente a las estatuas desnudas de las Tullerías y no puedo sentirme ni pobre ni desdichado."
En ese tiempo hacía especulaciones de lo más etéreo. Extrañas redacciones de rincones desolados de París que describía minuciosamente. Perecía que su vista recorriese todo sin descanso para pararse en lugares en los que nadie se fijaba. Creo que en algunos momentos llegó a sentirse transparente, como un fantasma que paseaba por la escenografía de sus sueños. Y hacía un inventario profuso de personajes como él, personajes con los que se identificaba, mujeres bajo la lluvia, ancianas bajo los puentes, vagabundos durmiendo en cartones... "Es otoño –decía en otra carta– y hay que tener un gigantesco estro poético para ponerse triste con el otoño y no parecer ridículo pero yo quiero ser ridículo hasta las últimas consecuencias. Las hojas de los árboles cayendo por las orillas del Sena me cuentan historias secretas, lo que cantan los pájaros, lo que llevan las brisas, lo que vaga en las nieblas... Y no hay nada más inútil, más deprimente y más delicioso que un pensamiento poético que, como la misma brisa, que, como los cantos de los pájaros, es lo que vaga en la niebla: nada, nada que nadie piensa. Contemplar el mundo y no recibir sino esa nada de la brisa, todo lo que no tendrá memoria, ni fantasía de memoria, pero que perdurará ensimismado en su existencia al margen de lo humano, y, que, incluso, aparecerá en nuestros recuerdos como fogonazos suspendidos con su nada eclipsando por un instante nuestro recuerdos más sagrados." 
Yo veía que Max estaba escribiendo un libro sobre mi mente, y él debía sentir que todo lo que yo leyera se fijaría de alguna forma, no exactamente porque creyera que yo escribiría esta novela con sus vivencias sino porque proyectaba en mi conciencia una fantasía de durabilidad. Escribiéndome de manera compulsiva exorcizaba los fantasmas que le rodeaban y cuando llegaba al extremo de esa soledad a la que le arrastraba el deseo de libertad, justo antes de pasar a ser él mismo un fantasma, estaba yo.
Viví toda esa correspondencia como lo más importante de mi vida en ese tiempo. Además no podía decir nada, preguntar ni añadir, porque Max carecía de domicilio y sus cartas venían con remites de vagos lugares de París por los que andaba sin concretar número de portal ni piso. Un día la place Contrescarpe, otro un café del bulevar Sebastopol y otro un arbolito de la orilla del Sena desde donde se veían los picachos de Notre Dame. Yo las leía varias veces y las clasificaba en riguroso orden cronológico salvando a duras penas la dificultad morfológica de la disparidad de papeles que se me enredaban unos en otros. Algunas cartas traían un completo collage con tarjetas y afiches parisinos garabateados que proseguían sus relatos por las partes más insospechadas y cuya continuidad yo debía investigar. En una ocasión un texto que había empezado sobre tres servilletas de papel del Café des Amateurs continuaba, un rato después sobre cuatro billetes de metro para finalizar en el envoltorio de un helado de cucurucho con huellas de pisadas. Primero las dejaba encima de la mesa pero enseguida las destiné a una carpeta que pronto se quedó pequeña. Más tarde fueron a desbordarse en el cajón de la mesilla de noche. Si me surgía la curiosidad de leerlas de seguido me llevaba una tarde completa ordenarlas sobre la cama y el suelo hasta que se me ocurrió colocarlas sobre la pared de forma permanente, clavadas con alfileres. Aún así los errores fueron muchos y tuve que clavar y desclavar innumerables veces notas y papeles para lograr el orden de su correspondencia. Pronto la pared de mi dormitorio quedó completamente cubierta y tuve que pasar al pasillo. Leer aquel extraño libro puesto de pie y empapelando mi casa suponía entonces una acción física. Me tenía que levantar del sofá, caminar y subirme a una silla para seguir leyendo y el aspecto de mi piso era la de un gran collage, o un cuadro abstracto o cubista de lejos, o una instalación contemporánea. Precisamente un tipo de arte del que él renegaba desde que nos conocimos. Él siempre había defendido un arte no literario, una pintura pura como representación, nada sublime que fuera a salvar el mundo sino simplemente una imagen bien hecha, sin aderezos filosóficos ni poéticos. Me moría de ganas de decirle a Max que había descubierto su mejor obra, su auténtica obra que, a la vez, era plástica y literaria y además estaba hecha de su vida, aunque presentía que no le gustaría planteada así, que me diría que eso no era arte que eran simplemente notas, cartas.


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