El Rastro, otoño de 2014 |
Todos esperábamos a que escampase. Unos, en el café de Lamari; otros, dentro del coche de Larsen. El inspector Ocramalliv fumaba debajo de una marquesina. Entre el humo del cigarro, que se apagaba cada poco por los goterones, deslizaba el polaco su queja ferial: “Me gasté sólo seis euros en dos libros: en un Diario de Galeano y unos Poemas de Robayna. Allí me encontré al ruso mirando en las bolsas de todos los que compraban algo”.
Por la acera de enfrente vimos llegar a Gromov con su chubasquero de naranjito. Nos tapamos con el paraguas de Larsen para que no nos viese y así evitar el chaparrón etimológico (la necesidad de una socialización erudita).
Del café salió un amigo del polaco que nos puso al día de los corredores de seguros y de la picaresca de la carretera. La codorniz, empapada con tres muñeca descabezadas en sus manos, nos preguntó si nos interesaba unos libros antiguos. Le dimos las gracias envueltos en una pereza húmeda, y se nos fue toda la esperanza que teníamos en que despejase esa mañana.
Nos acercamos al desguace a ver qué hacía el estepario. No lo vimos. A esas horas ya estaría en la cama con su chocolate con churros, su pijama de jilgueros y Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
Cuanto más llovía más hablaba el mudo: “La poesía nos rejuvenece. Ahora estoy disfrutando con los versos de Antonio Lucas y la Poesía completa de J. B. en Visor. Esta tarde me embibliotecaré con el Diario de Masoliver y, de aperitivo, tengo en la reserva el Catálogo de las portadas de Daniel Gil en Alianza editorial”.
No paraban de pasar patinadores buscando la salida. Aquellos equilibristas del alfalto convertían el paseo de la Guindalera en Central Park y a Tinofc en José Hierro recitando Cuaderno de Nueva York. ”No hay como vivir en una ciudad cosmopolita como ésta”, susurró al paso de una diosa sobre ruedas. Lanzó la colilla al aire y desplegó las velas cóncavas para soportar todo el peso del mundo. Nos despedimos con la tristeza que deja el circo cuando se va de un lugar.
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