Echo de menos aquellos posts
evanescentes que se autodestruían al día de ser publicados. En ellos, a
principios del blog, el factotum nos ilustraba con datos que sólo él conocía sobre
su imparable y universal difusión. En una de esas estadísticas, vista y no
vista, nos llamó la atención sobre un número de visitas no desdeñable desde
Rusia y Ucrania, que el webmaster achacó entonces a lo atrayentes que para esos territorios resultarían algunas
de nuestras más reputadas firmas: Vokislav Karbajc, Tinofc Ocramalliv, etc.
Eran también los días en que Larsen
se embebía en lecturas rusas de la mano de Juan Eduardo Zúñiga y en los que el
Amanuense apareció con un libro ucraniano mítico e inencontrable: Sombras de Antepasados Olvidados, de Mijail Koziubinsky.
Esta entrada quiere ser una captatio benevolentiae de ese público
con el que tanto nos gustaría contar de nuevo (si es que se ha ido). Vamos a
soltar a continuación una retahíla de apellidos eslavos con la esperanza de que,
aunque sólo sea por mera eufonía, rusos y ucranianos caigan otra vez en nuestras redes. Pero lo
haremos con cierto criterio, como se verá.
Existe un tipo en la literatura
rusa de la edad de oro (en la que incluyo a Gogol, que era ucraniano) que
aparece recurrentemente en su novelística y dramaturgia: el hombre superfluo.
Se trata de un varón de buenas dotes intelectuales, pero que por una razón u
otra no llega a culminar sus pretensiones y es incapaz de poner en práctica sus
altos ideales ante una realidad que le es adversa. Son Hamlets que, en pleno
zarismo, se debaten en la duda (¿liberar o no a los siervos?), Quijotes que
chocan con los molinos de del escalafón (catorce grados de funcionariado), etc.
Se podría hacer una historia
bastante completa de la literatura rusa pre-soviética sólo con sus hombres
superfluos. Para certificarlo, he aquí una lista parcial de tales personajes y
las obras de las que proceden (el orden no es cronológico, sino empático;
quiero decir, que así me han ido viniendo a la cabeza):
Oblomov (de la novela homónima de Goncharov)
Laievski (de El Duelo
de Chejov)
Platonov (de la obra de teatro del mismo nombre de Chejov)
Lavretski (de Nido de
Hidalgos de Turgueniev)
Rudin (de Dmitri
Rudin de Turgueniev)
Trofimov (el “eterno estudiante” de El Jardín de los Cerezos de Chejov)
Bazarov (de Padres e
Hijos de Turgueniev)
Onieguin (de la novela en verso del mismo nombre de Pushkin)
Pechorin (de Un Héroe de
Nuestro Tiempo de Lermontov)
Raguin (de La Sala
Número 6 de Chéjov)
Opiskin (de Stepanchikovo
de Dostoievski)
Sanin (de Torrentes
de primavera de Turgueniev)
Samguin (de Klim Samguin
de Gorki)
Gordeiev (de Fomá
Gordeiev de Gorki)
Stepan Verjovenski (de Demonios
de Dostoievski)
Nejliudov (de varias obras de Tolstói)
Chulkaturin (del Diario de
un Hombre Superfluo de Turgueniev)
Arátov (de Después de
la Muerte (Clara Milich) de
Turgueniev)
Bersénev y Shubin (de En vísperas de Turgueniev)
Peskarev (de La
Perspectiva Nevski de Gogol)
Stepan Golovlev (de Los Señores
Golovlev de Saltykov-Schedrin)
Poliakov y Bomgard (de Morfina
de Bulgakov)
El Maestro (de El Maestro y
Margarita de Bulgakov)
Sólo en algunos casos estos caracteres caen en la caricatura o en la sátira (Opiskin, Golovlev). Entonces, ¿qué nos atrae del arisco Bazarov, del estoico Raguin o del bienintencionado Nejliudov? ¿Por qué razón nos es más simpático el abúlico Oblomov que el activo Stohlz? ¿Es que acaso tocan nuestra sensibilidad porque no son sólo personajes de creación?
[Gromov is back]
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