7 de enero de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas









MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

18
TURNER ( II )

Sobre una luz irradiada desde sí misma, una mancha negra se cierne amenazante, sea desde su pequeñez, sea desde un ángulo del cuadro. Me ciega la plenitud amenazadora de ambos extremos, me hiere su persistencia, pero comprendo que las tinieblas sólo necesitan la ausencia de uno para anegarnos, tinieblas blancas, vestidas de inocencia avasalladora, tinieblas sombrías, fatalidad de la confusión. Unas páginas más allá, un blanco de plata, sobre un barco de vapor humeante y furioso, es amenazado por un inquietante cielo de colores pardos, cuyo pavor se refleja en las olas, y la desordenada agitación no impide que Ulises permanezca atado al mástil para soportar la destrucción de tanta belleza, y me llega el frío y el miedo desde sus ojos aterrorizados, que Ítaca sabrá recompensar con el hallazgo de la luz. Poco a poco aprendo los rudimentos de esta gramática, ayudado por palabras insuficientes. Me dejo llevar por un viento que lija las miradas con una materia pastosa. Me envuelve una atmósfera de lujuria amarilla, que aguijonea con matices severos la superficie inferior de una tierra y unos soldados antiguos, resignados ante  el poder incierto; y un sol naranja, casi eclipsado, vigila indiferente la escena. Aterido por agujas de nieve, doy tumbos a lo largo del libro, de un lado a otro, errático y sobrecogido por la fuerza de la intemperie. Un estremecedor grito ígneo me calienta las extremidades y el abdomen, sigo su estela y voy a parar a un incendio de crema espesa, sus reflejos y devastaciones amenazan con saltar fuera de la ilustración, me quemo, se quema todo cuanto miro, se queman todos cuantos se han detenido a esperar las cenizas purificadoras en la escena, sólo un humo anaranjado escapa al ardor, al bermellón puro y blanco, centro de la disipación. Espantado por la silueta de los edificios en llamas, me refugio en una playa ocre, siena, naranja, azul ultramar, que refleja un sol mortecino y cansado, rompe la monotonía cobriza una franja de océano oscuro, fondo resucitado de abismos, festoneado por espumas y recortado en la cima por una veta púrpura de cielo, azul sucio con nubes rojas de cadmio naranja, no habría tragedia si no fuera por el ínfimo perro que aúlla en la arena a la inmensidad, sobre sus débiles patas traseras, implorando una oración por los náufragos. No hay tristeza, y sin embargo la melancolía y el rumor sedicioso de los ahogados me turban el ánimo con sus ecos. No aguanto más las embestidas de estos rinoceronte brutales que giran como locos, en un orden cromático que convierte a quien lo contempla en víctima, ni el silencio escondido de la adversidad ante la naturaleza en un tono más claro o en una figura diminuta. No aguanto más, me acerco al borde de la página, pero soy atrapado por la succión de un mar partido en dos por el reflejo de un agresivo destello de luz, que desciende prístino desde un cielo apocalíptico, y esplende una luminiscencia mineral. Pronto me doy cuenta de que he sido arrastrado hacia el final del libro. Las patas se me tiñen de naranjas, amarillos, azules. Soy vapuleado por aguas punteadas de rojo, de verdes vegetales, me sumerjo, asciendo, me hundo, pero  el aire de la vida me reclama para que vea la impiedad de la muerte: seres humanos con grilletes son arrojados por la borda de un buque de tres mástiles, sólo quedan dedos crispados y restos de cadenas sobre el lecho marino; al otro lado la pierna emergida de un agonizante es devorada por decenas de peces voladores con ojos de azabache. Cierro los ojos y me dejo vencer por las luces y las sombras de Turner. Pocas palabras podrían expresar de un golpe tan certero todo el horror que puede albergar la belleza. Eso pensaba entonces. El alba penetraba por las lamas superiores de la persiana, la noche había concluido, todo estaba tranquilo, me desperté sobre la pátina áurea del título de otro libro, Rembrandt, y sentí una comezón de hermosos resplandores, que no degustaría porque me apresuré a salir de allí cuanto antes, no fuera que me quedara encerrado en aquel caleidoscopio voraginoso.

José Miguel López-Astilleros




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