1 de diciembre de 2014

Contra las letras y todo género de artes y ciencias





Francisco Cascales (1564 -1642)
"Cartas Filológicas"

Epístola II

Al doctor don Diego de Rueda, arcediano de la Santa Iglesia de Cartagena 

Contra las letras y todo género de artes y ciencias. Prueba de ingenio.

Prometí a v. m. de ir ayer, a las cuatro de la tarde, a su casa, o por mejor decir, a su museo. No cumplí mi palabra, olvidado de mí mismo; porque me sumergí tanto en la lección de algunos humanistas, que me robaron totalmente la memoria, pervertieron el juicio y casi me despojaron del sentido común. Malditas sean tan malas ocupaciones, que cuestan tan caro al cuerpo y al alma.

Parecerále a alguno que he blasfemado contra las sagradas Musas; no a v. m., que sabe y ha experimentado muchas veces esta verdad. ¡Oh letras! ¡Oh infierno! ¡Oh carnicería! ¡Oh muerte de los sentidos humanos! O seáis rojas, o seáis negras; que de esta manera sois todas. Por lo rojo sois sangrientas, sois homicidas; por lo negro sois símbolo de la tristeza, del luto, del trabajo, de la desdicha. ¿Quién me metió a mí con vosotras? Cincuenta años ha que os sigo, que os sirvo como un esclavo: ¿qué provecho tengo?, ¿qué bien espero? En la tahona de la gramática estoy dando vueltas peor que rocín cansado; en las flores de la retórica me entretenéis sin esperanza de fruto; en las fábulas y figmentos de la poesía me embelesáis, donde la modorra de esta arte me hace soñar millares de disparates y devaneas; en la enciclopedia o círculo de todas las artes y ciencias, de las religiones, de los ritos y costumbres, de las ceremonias, de los trajes, de las cosas, en fin, exquisitas, nuevas y peregrinas me angelicáis y trasportáis mis pensamientos. Y por todo este caos de vigilias y desvelos ¿qué premio me aguarda? Mas vuelvo a mi dicho: ¡Oh letras, carísimas por lo mucho que me costáis! Malditos sean vuestras inventores, o bien fuesen los Egipcios, o los Pelasgos, o los Etruscos, o Cadmo, o Palamedes, o Trimigisto, o todos juntos; que muchos seríades los conjurados en mi daño.

¿Qué tienen las letras necesario o de provecho para el ingenio del hombre? La lección de las letras desvanece los espíritus, ofusca la vista de los ojos, encorva la espalda, enflaquece el estómago, compele a sufrir el frío, el calor, la sed, la hambre, cuatro crueles verdugos de la naturaleza humana; impide muchas veces los piadosos oficios de la virtud, roba y nos quita las horas de recreo; y a los estudiosos los veréis cabizcaídos, los ojos encarnizados, la frente rugosa, el cabello intonso, los carrillos chupados, las cejas encapotadas, la barba salvajina. No diréis, no, que son gente política y urbana, sino cíclopes, paniscos, sátiros, egipanes y silvanos. ¿Qué cosa más contraria a la naturaleza, la cual nos dió la lengua para el uso de hablar, y nosotros la metemos en la vaina del silencio, y damos sus oficios a las manos, al papel, a la pluma?

Piensan algunos que el mundo fuera ya acabado si no estuviera sustentado en las columnas de las letras. Como si la madre naturaleza no fuera guía, hacha espléndida y ardiente sol a todos sus hijos; y como si la verdad evangélica no se hubiera extendido y sembrado por toda la tierra, a todo género de gentes, a grandes y a chicos, a los más vecinos y a los más remotos. Antes sabemos que nuestro Señor Dios revela sus juicios, sus secretos, su espíritu, a los pequeños, a los idiotas y sin letras.

Antes de Cadmo, antes de Mercurio, antes de los inventores de las letras, infinitos vivieron vida santa, pía y ejemplar; infinitos gobernaron repúblicas y reinos con sola su buena inclinación y buenas costumbres, acompañadas del dictamen natural y discurso de la razón y con la experiencia de varios acontecimientos; y en la simplicidad de su vida fundaban el gobierno de las gentes. Decía Marco Cicerón, padre del gran orador (así lo dice Cecilio Rhodigino, libro XVIII, capítulo 34), que los Romanos de su tiempo eran semejantes a los Siros, que cuanto más bien sabían la lengua griega, tanto más malos eran. Muchos hemos conocido sin letras bonísimos hombres, y después de haberlas aprendido, degenerar de su bondad y deslizar en varios descaminos. Los Druidas, entre los antiguos franceses, fueron excelentes en sabiduría, fueron los oráculos de aquel reino, sin haber gustado las letras con los primeros labios. En los extremos márgenes de Polonia, de Suecia y de Moscovia, no sólo sin la instrucción de las artes y ciencias, pero sin saber escribir, se mantienen y han mantenido en perpetua paz y concordia.

Descubramos aquella mística fábula del Gerión tricípite de España, descifrémosla, rompámosle la nema. La verdad es que fueron tres Geriones, hermanos tan bien avenidos, tan uniformes, que siendo tres, gobernaban a España con tanta conformidad como si fueran uno solo. Y esto sin ayuda de las letras, sino con solas las centellas de la razón natural y el uso y cultura de las buenas costumbres. ¿A Dentato no le sacaron del arada a la dictadura de Roma? ¿A nuestro rey ínclito Wamba no le coronaron y juraron por tal, trayéndole de las coyundas de los bueyes al cetro real de España? Pitágoras mandó que sus preceptos no se escribiesen, porque no quería que sus oyentes entregasen al papel lo que deseaba que llevasen en las almas impreso. Platón advertía a Dionisio que decorase y no escribiese ciertos preceptos que le daba; porque la custodia de la cosa es la memoria, no la escritura; y quien escribe sus conceptos no los puede defender: quién los entiende de una manera, quién de otra; quién los corrige, o por ventura deprava; quién los condena, quién los alancea; y el pobre autor lo padece en su opinión y en su honra. Y si no hubiera escrito, tenía lugar de disputar, conceder, negar y volver por sí; y habiendo en ello error, pudiera retractarlo, pudiera recogerlo, y una vez escrito, Nescit vox missa reverti: «No puede volver la palabra salida una vez de la boca», como siente Horacio.

Aquel gran monje Antonio ni aprendió letras, ni admiró a los letrados; y dijo que no tenía necesidad de letras quien tenía buen alma. El profeta rey de Israel decía: Quoniam non cognovi litteraturam, introibo in potentias Domini: «Porque no supe letras, me entraré en la omnipotencia de Dios». Diga lo que quisiere quien quisiere, que yo sello de buena gana aquella y esta sentencia de la Sagrada Escritura: Qui adjicit scientiam, adjicit dolorem; que harto trabajo tiene quien tiene ciencia. La ciencia levanta y ensoberbece al hombre. Epistola -dice Cicerón- non erubescit: «La carta es libre y sin vergüenza». ¿Qué le costó a Urías llevar las letras a Joab? La vida. ¿Y a Belerofón? Otro tanto. Miserables letras, que dieron a sus dueños la muerte. Bien dice el Apóstol, que la letra mata.

¡Qué locura es tener las letras por cosa estimable, siendo peste de la memoria y entendimiento, estrago de la vergüenza, instrumento del engaño, ofuscación de los ojos, menoscabo del celebro, veneno de la salud, cicuta del estómago, perturbación del reposo, y para decirlo de una vez, compendio de todos los males! Dirán: -¡Pues qué! ¿Condenas todas las artes y todas las ciencias? Y cuando lo diga, ¿faltaránme votos en este parecer? Aguarden, y oigan los que tengo en mi ayuda y de mi parte.

Luciano Samosatense y Andrés Salernitano hacen grande mofa de la gramática, y San Agustín dice de ella que es una cosa más llena de enfado que de gusto ni de verdad. A la retórica los Romanos la desterraron dos veces de la ciudad, por público edicto.

Alejandro Magno mandó echar en un río la historia de Aristóbulo; los Babilonios, los Lacedemonios, los Egipcios, los Romanos refutaron la medicina. Así lo dicen Estrabón, Herodoto y Marco Catón. Los Franceses antiguamente no quisieron recibir la jurisprudencia, ni los Españoles los libros de las leyes imperiales, puesta por sus reinos pena de la vida; testigos Oldrado y Juan Lupo, jurisconsultos. Filipo, rey de Macedonia, prohibió a su hijo Alejandro la música. San Jerónimo fué de parecer que no hubiera tonos teatrales en las iglesias. San Pablo testifica que la filosofía es acomodada para engañar. Atanasio la llama trabajosa y de poco provecho; Atheneo, oficina de la maledicencia; Eusebio, repugnancia de opiniones. Tácito dice que la matemática es a los poderosos infiel, y a los que esperan en ella, engañosa. Séneca dice que es superficial, y que edifica en solar ajeno. San Agustín dice de sus conjecturas, que ellas se contradicen y destruyen a sí mismas. Orígenes a la dialéctica le da las mismas cualidades que a los mosquitos, que aunque hombre no los vea volar, los siente picar. Quintiliano dijo que la poesía ni daba honra ni provecho a sus autores. La aritmética y astronomía, dice Platón que las inventó el demonio. A la cosmografía dice Stanislao que la inmensidad del mundo hace imposible su noticia. A la mágica, con su Zoroastro, Orígenes, con la universal Iglesia, la condenan. Y hablando generalmente de las artes liberales, oigamos a Séneca. «Algunos, dice, se ponen a disputar si las artes liberales hacen al hombre bueno: ni lo prometen, ni tal cosa afectan. ¿Qué cosa buena puede haber en aquellas ciencias, cuyos maestros y doctores son, cual ves, torpísimos y viciosísimos? No nos preparan para la virtud, su interés buscan, jornaleros son, al estipendio anhelan, al palio corren; mientras la esperanza del dinero luce, nos entretienen. Y realmente no debemos ocuparnos en estos estudios sino en tanto que el ánimo emprende otra cosa mayor. Envejecernos en las letras es disparate. El gramático enseña el lenguaje, y si quiere adelantarse más, se arroja a las historias; y cuando más dilata sus términos, habla de los versos y poesía. ¿Qué cosa de éstas nos abre el camino de la virtud? Pasemos a la geometría y a la música. ¿Qué hay en ellas que nos aparte del vicio, y lleve al templo de la bondad? Pues quien esto ignora, no sabe nada.» Hasta aquí es de Séneca.

La astrología, pues, nos encamina bravamente al cielo, del cielo trata; pero ninguna ciencia nos enajena más del cielo que ésta. ¿Qué aspectos, qué triplicidades, qué horóscopos son los vuestros, oh astrólogos, Atlantes agobiados, Prometeos maniatados, estrelleros nocturnos? ¡Cuán bien exclama contra ellos Marco Tulio!: ¡Oh necios! ¡No ven aquello que tienen entre los pies, y escudriñan las sendas y rincones del cielo! El otro geómetra considera muy de espacio los ángulos rectos y oblicuos, echa el cartabón, mide con sus parasangas la longitud y latitud de la tierra, y no mide sus apetitos ni compasa su vida, ni nos enseña a medirla ni compasarla.

Diógenes, cuando consideraba en el mundo a los astrólogos, farautes de sueños, adivinos, poetas y pintores, y otros de este género, juzgaba que no había en la tierra cosa más desdichada que el hombre. Yo no soy Diógenes, pero cuando considero los médicos, los abogados, vengo a encogerme de manera que me confundo y pierdo en mí mismo. Dime, médico: ¿Cómo conoces tú las partes interiores del cuerpo afectas? ¿Cómo te avienes en tanto número y diversidad de partículas del cuerpo humano? ¿Cómo conoces las causas secretas de naturaleza por los efectos mudos y muchas veces contrarios? ¿Cómo aplicas remedios a casas distintas, confusas y misceláneas? Atado estás; ¿qué has de hacer en tanta perplejidad? ¿Qué? Aventurar y jugar al tablero la vida del hombre. Decía Pausanias que él tenía por los mejores médicos aquellos que no dejaban a los enfermos llegar a descolorirse, sino que los enterraban luego; porque sentía que, pues al fin las habían de acabar, que mejor era ahorrar de envites. Stratónico decía lo mismo: Alabo tu experiencia, médico, que en fin no dejas a los enfermos pudrirse, sino que luego los despojas de la vida. Diciendo un médico que era grande la potestad de los médicos, replicó Nicocles: ¿Quién duda en ello, pues a tantos matan sin pena ni castigo? En fin, en no siendo la enfermedad tan fácil, que la pueda curar un pastor y un herbolario con hierbas simples, los médicos hacen experiencias en nosotros a costa de nuestra vida. Filemón dijo que solos el médico y abogado podían matar libres de pena.

¡Oh abogados; ahogados habíades de estar en el riguroso estrecho de Magallanes! ¿Qué volcanes rebosa el siciliano Etna, que tanto abrasen, como vosotros, las repúblicas?¿Qué caimanes arroja el índico Océano, que así despedace[n] las gentes, como vosotros? Y cuando digo abogados, no me dejo en el tintero vuestros administros los escribanos, ladrones de ejecutoria; los procuradores, zarzas arañadoras de nuestras bolsas; los solicitadores, reclamos y sirenas dulces, que nos meten incautas en los peligros de vuestras plazas: todos os confederáis y dais las manos para echaros sobre nuestras haciendas, honras y vidas. Decís, letrados, que sois administradores de la justicia; yo digo que estáis obligados a serlo, pero que no lo sois; y lo peor es, que os lo puedo probar con argumento in barbara. Para todos los pleitos hay letrados; pues todos los pleitos no son justos. Si vosotros sabéis el derecho, ¿por qué entretenéis el pleiteante de causa injusta? Enviadle a su casa, componed las partes en lo dudoso, dad a cada uno lo que es suyo, dejad las cautelas y prolongaciones; tantas sentencias interlocutorias, tantos términos, tantos compulsorios, tanto llevarnos de Herodes a Pilatos, y al fin nos sentenciáis al despojo de nuestra hacienda y acabamiento de nuestra vida. Maldito -dice Dios en el Deuteronomio- quien pervierte la justicia del extranjero, del pupilo, de la viuda; y diga todo el pueblo, «amén». ¡Ay de aquellos -dice Isaías- que justificáis al malo por dineros, y quitáis la justicia a quien la tiene! No me atrevo a decir lo que os dice Casiodoro, sobre el salmo 73, en el verso

Irritat adversarim nomen tuum

él lo dice, con él lo habed. «Éstos son (habla de los abogados) en los convites, chocarreros; en las ejecuciones, arpías; en las conversaciones, bestias; en los argumentos, estatuas; para entender, piedras; para juzgar, leños; para perdonar, de bronce; para las amistades, leopardos; para donaires, osos; para engañar, zorras; en la soberbia, toros; en el estragar y consumir, minotauros.»

De los teólogos no digo nada, porque no es justo tocarles a la fimbria de su ropa, cuanto más a su vida y costumbres. Sólo digo que estos oradores divinos, en los púlpitos no debieran (que algunos hay que lo hacen) pasarse a las letras humanas tan apegadamente, que parece que no profesan las divinas; y entiéndase que yo no condeno a los que traen humanidad para interpretación de la Escritura Sagrada, que esto es muy útil y muy estimable; y los escolásticos a veces se quieren explayar, de manera que pierden los estribos de la fe, y dan en artículos contrarios a nuestra católica y ortodoxa religión. Mal haya el diablo, porque tenemos tanta multitud de ejemplos que confirman esto y nos avergüenzan. Aunque esta nave de la santa madre Iglesia, si correr tormentas, si navegar proejando, si ser azotada, ya de vientos, ya de olas, a lo menos no puede dar al través; al puerto ha de llegar de salvamento.

¿Queréis ver cuán aprisa tropiezan y caen los doctores, los sabios de este siglo? ¿Quién ignora las alabanzas, las aclamaciones con que el mundo ha celebrado a Sócrates, Platón y Aristóteles, soles de la filosofía? Pues oíd lo que se dice de ellos; que a mí me tiemblan las carnes de pensarlo.

Sócrates, dice Apuleyo, el andrajoso y remendado, cuyo familiar era el demonio, hizo burla de sus dioses y no conoció al verdadero Dios; dice muchas cosas, no sólo indignas de alabanza, pero dignas de reprehensión, como fué aquello: «Lo que está sobre nosotros no nos toca a nosotros»; y aquello del juramento por el perro y por el ganso, y aquel voto de sacrificar a Esculapio el gallo. Y Zenán Epicúreo le llama truhán, necio, hombre perdido y rematado. Y nuestro Lactancio le llama loco, así a él como a todos los que piensan que fué sabio.

Platón, dice el mismo Lactancio, soñó a Dios, no le conoció; fingió haber hallado la virtud, y la destruyó; instituyó en su República que todas las cosas fuesen comunes, hasta las mujeres casadas. Con esta su doctrina quitó la frugalidad, que no la puede haber donde no hay cosa propria; quitó la abstinencia, no habiendo cosa de que abstenerse; quitó la castidad, la vergüenza, la modestia, con la licencia de las cosas comunes. En fin, queriendo dar a todos virtud, se la quitó a todos. Y Crisóstomo ¿qué dice de él? Oídle: «Platón fué celosísimo contra todos; no consentía que ni por otros ni por él hubiese cosa de provecho: él hurtó la opinión de la transmigración de las almas; él inventó una república, en que estableció leyes llenas de mucha torpeza: las mujeres casadas sean comunes; las doncellas retocen ante sus amantes desnudas; los padres con sus hijas puedan tener cópula. ¿Qué locura ha habido en el mundo, tan insigne, que estas leyes no las sobrepujan? ¿Cuándo inventaron los poetas cosa tan prodigiosa? Éste dijo también que los hombres no se diferenciaban de los perros; que el alma del filósofo era mosca; al cuervo y a la corneja hizo profetas. ¡Oh filósofo abominable! ¡Oh perturbador de la naturaleza!»

Ya habéis oído a Crisóstomo; oíd agora a Stanislao Rescio acerca de Aristóteles: «Muchas cosas dijo Aristóteles contrarias, y muchas repugnantes, que no pueden concordarse, y que ningún hombre docto las dijera; como fué lo que dijo de la omnipotencia de Dios, de la substancia tríplice, de la idea del bien, de la Providencia, del primero principio, de la infinita acción del cuerpo finito, de la definición del tiempo, de la generación de la lumbre y del calor, del movimiento, de las propriedades de la mente y del ánima, de las esferas, de los astros y de las cosas animadas.» Seiscientos son los errores de este gran filósofo; pero pásolos en silencio: lea el que quisiere a Francisco Patricio en sus doctísimas Panaughia, Panarchia, Pandosia y Pancosmia, y verá cómo prueba haber sido Aristóteles padre de infinitos errores en la filosofía, y verá cómo ruega a Gregorio y a todos los romanos pontífices que destierren de todas las escuelas generales y particulares de Italia, España, Francia y Alemania la impía aristotélica filosofía que quita a Dios, la providencia y omnipotencia.

No quisiera, señor Arcediano, haberme encarnizado tanto, ni tomado tan de veras la razón de mi discurso, que parece podía persuadir a alguno, y apartarle del gusto sabrosísimo de las letras. Sólo ha sido probar el ingenio, cosa tan acostumbrada de los hombres curiosos en horas ociosas. Y pues yo gozo ahora de las vacaciones concedidas a mis discípulos, para no dejar pasar el tiempo tan en vano, y porque mi ocio fuese honesto, quise imitar a otros, que relajaron sus ánimos en materias más menudas; como lo hizo Homero en las Ranas, Aristófanes en las Aves, Ovidio en la Nuez, Virgilio en el Mosquito, Catulo en el Gorrión, Platón en la Locura, Demócrito en el Camaleón, Favosnio en la Cuartana, Guarino en el Perro, Apuleyo en el Asno, Sinesio en la Calva, Plutarco en el Grillo, Pitágoras en el Anís, Estacio en el Papagallo, Catón en el Repollo, Estella en la Paloma, y otros en otras varias cosas, o más humildes, o tanto.

Basta; que el calor es mucho, y habré cansado a v. m., creyendo darle gusto. Si no hubiese conseguido mi intento, recogeré las velas para muchos días; porque si v. m. no es a quien deseo dar sumo contento, hablando por boca de Catulo:

Solus in Lybia Indiaque tosta
Caesio veniam, obvius leoni.

Nuestro Señor guarde a v. m. muchos años. De casa, y julio 15.

[El Amanuense, cronista de Indias]

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