22 de diciembre de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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CONVERSACIONES (III)

ROQUE

A Roque, Flor de loto, nadie lo conocía por su nombre, sino por el mote que un empleado de la biblioteca pública le puso un día, después de que se pasara varios meses leyendo toda la literatura china y japonesa a su alcance; además, como sus gestos fueran delicados sin llegar a la feminidad, el apelativo se asomaba a la injuria, ante la que se rebelaba con toda la artillería verbal aprendida durante sus interminables horas de lectura, razón por la cual el apodo se fue reduciendo hasta quedar en “Loto”, cuya consonante sorda se transformó en sonora a lo largo de las tertulias en las que participaba, demostrando una elocuencia argumentativa feroz, a más de ágil y desconcertante, en virtud de la cual “Lobo” era reconocido como uno de los más difíciles y brillantes adversarios. Sus palabras emanaban unos fucilazos sonoros, que parecían haber despertado de las entrañas del concepto u objeto mismo, como si estos lo hubieran elegido a él para que oficiara de intermediario y valedor ante los hombres, un Hermes alto y desgarbado, con ropajes de bohemio anacrónico, obtenidos en las puertas del infierno antes de ser arrojados a la hoguera, donde los vivos suelen ajustar cuentas con el pasado de un abuelo o un tío lejano. Quien no conociera a Lobo, jamás lo hubiera asociado con su sobrenombre definitivo, pues solía deambular por bibliotecas y calles de la ciudad como si fuera una estatua adormecida, y todos sus músculos estuvieran bajo el efecto de kilos de ansiolíticos; aunque la causa, para quienes lo reconocían en cualquier lugar, había que buscarla en una especie de catalepsia intelectual que le sobrevenía delante de cada libro, o si era a media noche, en los lingotazos a los que fuera invitado, según la categoría del sablazo o del bolsillo del alma benefactora, puesto que los pocos recursos que obtenía de su trabajo esporádico como cronista de barrio para los dos periódicos locales, los dedicaba al poco alimento que tomaba y a la compra de cuadernos y cartuchos de tinta Montblanc, que derramaba por la noche en versos y relatos mientras durase la efervescencia de la ebriedad, hasta los primeros albores del día, cuya luz cruel los dejaba inacabados para la posteridad; así es que ninguno de sus lectores “crónicos”, y ni siquiera él mismo, había conocido una obra suya concluida, como no fueran sus colaboraciones periodísticas, exposiciones orales de café o sus delirios, predios, estos últimos, flamígeros, desbordantes, donde obtenía fama y renombre su mil veces citada por él, La bohemia triunfal de Roque Villaseñor, un libro en el que demostraba a través de una historia novelada, que las grandes obras literarias del siglo habían sido plagiadas a autores menores, que murieron en la indigencia material unas veces y espiritual otras, por causas nunca investigadas por las autoridades. Denunciaba en ella a una organización secreta de  malhechores dedicada a escribir la historia de la literatura con mayúsculas, para lo cual no tenían empacho en acudir al crimen y a la persecución. Pero como esta labor, decía él, no se agotaba en un vida, sus miembros fundadores habían resuelto que la pertenencia al grupo había de heredarse de padres a hijos. Estos forzaban desde niños a sus compañeros de colegio más creativos a sucumbir al chantaje y la extorsión, apropiándose de sus redacciones, de modo que aprendían desde la más tierna infancia los procedimientos básicos de la manipulación; así, al llegar a la mayoría de edad, sólo quedaba al mentor de cada uno de los pupilos, presentarles los contactos necesarios para que toda esa labor de ignominia secreta cuajara: periodistas, escritores de nómina funcionarial,  editoriales y voceros de todo pelaje eran imprescindibles. Aunque no escatimaba argumentos jalonados de improperios en insistir en el ejército silente de rastreadores, que tal organización tenía a su servicio, dedicados a perseguir por las bibliotecas y librerías de lance las pocas obras originales publicadas por los verdaderos autores, con el fin de destruirlas, y preservar con ello a los impostores. Ni Barbadillo, ni los otros dos compañeros, ni persona sensata alguna, ni yo, escarabajo ínfimo, dimos por ciertos los victimarios de Roque. Hasta que una noche, a punto de advertirles a los tertulianos que se aprontaran en sus últimas consideraciones, Jerónimo se ausentó durante un par de minutos de la trastienda. A su regreso traía un libro editado en rústica y algo parecido a papel fax, tinta escurrida, texto metido en la costilla y márgenes desfasados. Nos mostró el título y el autor de la cubierta. Todos miramos con desconfianza a las dos botellas de orujo que habíamos trasegado. Después comenzamos a buscar estrellas fugaces por toda la habitación, como si hubiéramos sido golpeados en el cráneo. El título era La bohemia triunfal de Roque Villaseñor. El autor, Roque Flor de loto. En un primer momento quien demostró más reticencia ante el hallazgo fue el propio Lobo, no por el libro en sí, sino por el apellido, que creía felizmente desterrado para siempre, aunque sólo era una estratagema para tratar de huir de sus fantasmas lo más indemne posible. Los contertulios, repuestos del shock, se levantaron en silencio sin requerir de Barbadillo el examen del ejemplar. Era muy tarde para volver a los veinticinco años, pensaron. O para volver al esfuerzo de restaurar la ilusión juvenil, en el caso de Roque. Cuando se marcharon los tres, tampoco nosotros intercambiamos ninguna palabra sobre el asunto, ni jamás volvimos sobre ello. La relación de Barbadillo con todos nosotros continuó siendo cordial, aunque en el fondo siempre nos quedó la duda de, ¿de qué parte estaría Jerónimo Barbadillo?

José Miguel López-Astilleros

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