16 de marzo de 2015

Bestiario del Quijote (XXXVI)



Un Don Quijote de ultratumba por Gustavo Doré


Don Quijote zombi y otros zombis en Quijote



Al leer este epígrafe alguien deducirá que del mucho cavilar con tan poco provecho definitivamente se me ha secado el cerebro. Y seguro que también hay quien piense que, al irse agotando los temas bestiarios del Quijote,  no me queda sino agarrar el rábano por las hojas (aunque, en este contexto, mejor diríamos "arrimar el ascua a mi sardina"). No y no: a las pruebas me remito.

Últimamente ha proliferado como plaga una corriente de zombificación en la literatura que empezó con Orgullo y Prejuicio y Zombis, siguió con Androide Karenina y continúa con La Isla del Tesoro Z y muchos otros ejemplos. 





Haría falta un nuevo Cervantes para que borrara de la faz de la tierra toda esta mala calaña que ha llegado a parasitar hasta los clásicos patrios, como el Lazarillo o el propio Quijote. Pues según Házael G. González, autor de Quijote Z, éste sería “un hombre tan obsesionado por las historias de zombis y de zombificados que se contaban en las tierras donde habitaba, que decidió hacerse nada menos que perseguidor de no-muertos, a la manera que se explicaba en dichos libros”.





La verdad sea dicha es que sería el propio Don Quijote, después de las muchas palizas recibidas, quien debía de parecer un cadáver viviente: más que un caballero andante, tendría toda la facha de un walking dead. Véase a modo de ejemplo los célebres grabados de Doré coloreados por Tusell de la aventura gatunesca.




Aunque, ahora que lo pienso, en esas ilustraciones Don Quijote se asemeja más a Nosferatu y a la Momia que a otra cosa. Pero ya adelantamos aquí que la relación del Caballero de la Triste Figura con vampiros, dopplegangers, autómatas y licántropos, entre otros seres desalmados, la desarrollaremos en futuras entregas de lo que de hecho constituirá una monstruología del Quijote que, creemos, tiene perfecta cabida en este bestiario. 

Volviendo a los zombis de marras, en el texto cervantino aparece al menos uno con todas las de la ley. Y ello ocurre en el episodio de la cueva de Montesinos, un descensus ad inferos en la gran tradición que empieza con el Gilgamesh. Se trata de Durandarte, eviscerado en su sepulcro, pues su corazón había sido arrancado por orden suya y llevado a su amada Belerma por el héroe epónimo de la cueva. 


No obstante, Durandarte es un auténtico muerto viviente:  su efigie yacente es “no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe […], sino de pura carne y de puros huesos”. Aún más, en un momento dado habla a los presentes y aún se arranca a recitar un conocido romance del ciclo carolingio. Aunque al fin, escéptico de que Don Quijote le pueda desencantar y redimir de sus penas, se vuelve de lado y lánguidamente se acoge a un conocido proverbio que resume muy bien la filosofía cervantina:
“Paciencia y barajar”. 




[Gromov]

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