10 de marzo de 2015

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas








II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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CONVERSACIONES (VI)

Escudado en el carácter fragmentario de estos escritos desordenados y contradictorios, tras la voz de una supuesto narrador omnisciente, he camuflado el excéntrico propósito musical de Jerónimo Barbadillo y a sus tres contertulios. Así pues, todo este entramado no es más que una transcripción caprichosa de lo que él me contó, y por supuesto fruto de las necesidades de mi industria imaginaria, y quien sabe si hasta de nuestras conjuntas ebriedades. Quiero decir con ello que jamás aparecieron por Laminium ninguno de esos tres personajes, al menos en carne y hueso, porque si bien es cierta su existencia, también es cierto que habitaban el mismo cuerpo y la misma mente de Barbadillo, y también que bebían lo suyo, aunque fuera a través de un único gaznate mortal. Se me acusará de haber mentido, o incluso de no haber utilizado con propiedad el verbo “conversar”, pero no es así, puesto que en una de las acepciones desusadas del vocablo, según se dice en el Diccionario de la Real Academia Española, se le atribuye el significado de «Vivir, habitar en compañía de otros», y no sólo la actual «Dicho de una o de varias personas: Hablar con otra u otras»; claro que si hemos de ser puntillosos, además de escabrosos, podría aludirse a una acepción así mismo en desuso del sustantivo “conversación”, «Comunicación y trato carnal, amancebamiento», cuyo sentido desciende a los protervos dominios de la lujuria, diría el padre Bartolomé Peñaparda con su estilo neoflamígero, en su opúsculo titulado Tratos contra natura y relación de pecados, que por cierto le valió la descomunal pedrada de un proxeneta local, a quien se le fugó la más productiva de sus pupilas ecuatorianas, después de que un viernes por la tarde, tras superar la malignidad de unas bubas vaginales, fue a oír misa y a confesarse con el padre Bartolomé, cuya penitencia consistió en hacerla leer doscientas veces el citado opúsculo intimidatorio, mientras entraban y salían de ella los clientes, no de una noche, como es obvio, sino de varias, hasta que el ritmo monótono de sermón terminó por obsesionarla y abominar de tal práctica. Pero dejemos las distracciones lúbricas y morales, y volvamos a lo nuestro. Barbadillo, en nuestras ciertas y no fantasiosas conversaciones, pergeñó una idea en torno a la cual alumbró a sus heterónimos, para después intentar abandonarla infructuosamente, porque tan sólo era un pretexto para aglutinarlos. Los persuadió de su realidad haciéndome partícipe de ella, a través de sus palabras y del campo abonado de mi predisposición a creer todo lo que existe en la biología del lenguaje. Y así quedó, como he relatado en las entregas anteriores. Lo que sí es novedoso es el momento en el que toma conciencia de que tales invenciones no eran autónomas, criaturas libres y distintas de él mismo, sino seres sólo diferentes entres sí, que cargaban sobre sus espaldas incorpóreas con todo aquello que su nombre, su apellido, su educación y aun sus impulsos suicidas, no podían asimilar a la luz de una sola personalidad, y que reunidos bajo la misma epidermis hubieran desencadenado la autodestrucción de su arquitectura emotiva y ósea, en un aniquilamiento primero espiritual y después físico. ¿Cómo no iba a ocurrir esto, si cada una de las sombras tiene su aposento únicamente en el ataúd de su proyección, y si fuera ocupado por otra u otras ajenas a la vez, a buen seguro se desataría una confusión de identidades nublosas de fatales consecuencias? Los hacía concurrir a la misma hora, partiendo de sus tres vidas y procedencias dispares. Disponía cuatro sillas alrededor de la mesa de la trastienda, como ya quedó dicho, cuatro vasos de orujo de druida ancarés, y en el eje central de los mismos, en un radio equidistante entre ellos, posaba una chapa negra de  cerveza Guinness boca arriba, junto a la cual me situaba para libar del mismo brebaje ígneo, escanciado previamente por Jerónimo, y presenciar desde allí al diprosopo, que devendría con posterioridad en tricéfalo y por último en tetracéfalo. El primer enfrentamiento ocurrió más o menos así: se sentó en una de las sillas y comenzó «Birli com patua aregotai momoni artú calambor, sidi miñaque ojaquemo tui camomilato, petruskan olai babutinar». Enseguida, desasosegado, se mudó a la de al lado, bebió un trago y contestó «Zacamó tutaquilonar, bangabangador mutila no papai, casiazcarai, dega, dega, no moloi». Al escuchar esta retahíla de improperios, se abalanzó a la de enfrente de un salto y la emprendió con aquel osado interlocutor «Racanú mano tenor, dega, dega, autor moloi, casi tua proterna mamai». Algo podrido debieron desenterrarle de las entrañas estas palabras, para que tomara el único asiento hasta entonces silente, y con los ojos inyectados en una saliva biliosa de orador tiránico, le replicó a voz en grito «Jaspé, jaspé, tuinó jaspé, no marchitola candor portunaz cominoi asketanosí, candi man chocó, az, az, matu az, peroni az, peroni no, peroni argo, dega, dega, sinoi dega». Y así continuó durante dos horas exhaustas, hasta que la botella de orujo los rindió a los cuatro, y a mí también el sueño y el exceso de esplendor de aquella suntuosidad lírica. Tras seis meses de debates adúlteros, en la vigésimo quinta semana comenzó a deshacerse de los tres sin razón aparente. Primero envenenó a Roque, le pidió que tradujera y leyera la primera página de El corazón amargo de las almendras de Renato Balmaceda, mientras ingería una buena dosis de amigdalina concentrada en su orujo. Luego, semanas más tarde, siguió con Casiodoro, quien mientras hacía lo propio con el prólogo de los Principios elementales de la eternidad de Theodor Jünger, fue condenado a las tinieblas por la aconitina. Juventino no tuvo tanta suerte, pues como poeta le reservó un final de héroe maldito, quizás por ser el que más cerca estuvo de revelarle la convulsa profundidad de sus soledades en todo su fragor, y porque estuvo a punto de adivinar el significado de sus palabras de bronce, más allá de su melodía tonal, le suministró celusina, un legendario veneno arbóreo cuyos vapores, aspirados desde el primer poema del Lamento della Ninfa Scura de Pier Paolo Mustiola, le produjeron en la mente la ilusión de una degollación morosa, y la muerte por fallo cardíaco o pérdida de sangre a borbotones, según la percepción. Aquel atardecer, cuando hubo acabado con todos ellos, Jerónimo Barbadillo volvió a su silla y se quedó con los miembros caídos, como una marioneta con sus hilos de cristal quebrados, roto, ausente, y más solo que nunca al darse cuenta de que todo aquel derroche de invención se perdería en mis oídos.

José Miguel López-Astilleros

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