4 de marzo de 2015

El libro que arruinó su vida









Aprovechando que, gracias a la munificencia del factotum, se ha levantado la fatwa ultramarina que pendía sobre mi cabeza (¿o fue todo paranoia?), doy una noticia que él mismo no publicitaría dado su humilde ego y que es un lector impenitente de España, aparta de mí estos premios. Y es que, aquél a quien yo siempre vilipendio por su deslavazada escritura y total carencia de sintaxis (¡ay, si Senabre levantara la cabeza, cómo se hubiera cebado!) ha sido
unánimemente galardonado por su calidad literaria, su valor expresivo y su excelente manejo de la intertextualidad [sic] en el concurso EL LIBRO QUE ME CAMBIÓ LA VIDA organizado por tULEctura.

Podéis ver la noticia completa aquí, pero no me resisto a reproducir el texto que motivó el premio y que elogia todo el mundo:

Me enamoré de la Maga y todavía la busco en el Pont des Arts. Siempre quise tocar en el piano de Berthe Trépat los tres movimientos discontinuos de Rose Bob. A menudo me despierta el llanto del niño Rocamadour, su tristeza clava sus agujas en mis labios y no puedo decir nada. Saint- Germain-des-Prés llena mis pasos del áspero bebop y de las tristes promesas que enmudecen las esquinas de la Rue Guenegaud. Horacio Oliveira me traicionó (permítanme la discreción) y nunca se lo perdoné. En el boulevard de Sébastopol un clochard me dio un sobre con la fecha de mi muerte. Si no fuera porque un día me arrinconaron con sus pedanterías y risas que mermaron mi sentido común, nunca les hubiera quemado sus discos de vinilo; por si no lo saben estoy hablando del Club de la Serpiente. Al final acabaron echándome del piso y me alegré, así tuve más tiempo para pasear por el cementerio de Montmartre. Todas las noches alimento mi insomnio con la lectura de Voltaire, un librito que “distraje” a los bouquinistas. Siempre estaré agradecido a Gregorovius, que me enseñó dos cosas: «el jazz es un modesto ejercicio de liberación y París una enorme metáfora».
“Star dust” suena en mi cerebro y mi corazón escucha el ruido de los vasos cuando bailaban los muchachos en la ‘cave’. Por más que lo intenté, fui incapaz de aprender el gíglico, ese idioma que oculta el vuelo de los pájaros al amanecer.
Una noche estuve en la casa del escritor Morelli, quien me preguntó si leía a Spinoza; tenía un gato y muchísimos libros. «Solo viviendo absurdamente se puede romper este absurdo infinito»: ¿a quién escuché estas palabras con hilo de cometa? No se me ha olvidado el sabor del mate ni de las historias de pendencieros, «porque el recuerdo es el idioma de los sentimientos, cada vez iré sintiendo menos y recordando más». Talita, con sus bolsillos llenos de piolines, me susurraba las causas perdidas que todavía podíamos ganar, y Traveler, perdido en su melancolía, me regalaba entradas para ver al gato calculista en el circo del Señor Ferraguto.
 De eso hace ya tanto tiempo.
Hoy, por fin, me he decidido a escribir sobre Rayuela, el libro que me arruinó la vida.

JUAN CARLOS CARBAJO LARSEN
[G.: congratulations]

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