16 de diciembre de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas









MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

17
TURNER ( I )

Por los testimonios y los libros didácticos del maestro Sapiencio sé que el aprendizaje de la lectura no es tarea fácil para la mayoría de los humanos. No puedo decir lo mismo de mí, puesto que por alguna desconocida alquimia de mi composición coleóptera, me fue dado aprender a descifrar las palabras sin llegar siquiera a silabear. Con sólo deglutirlas, como ustedes saben, me bastó. Después descubrí sus sabores y sus significados profundos, cuando se juntan unas con otras. Y pronto comenzaron a transformarme por dentro, y también por fuera, tanto que mis percepciones del mundo se parecían cada vez más a las de cualquier ser racional. Esta circunstancia hizo que me nacieran ojos nuevos, dedos en mis extremidades o un paladar contra el que se afirmaba su correspondiente lengua, y sospecho que hasta algún que otro órgano del placer, del cual mi pudor me impide hablar, al menos por ahora. Sin la ilusión de estos sentidos y órganos en mi intelecto, posiblemente hubiera sido imposible llegar a comprender la biblioteca de mi anfitrión. Pero, cuando creí que nada se interpondría entre mis ansias de conocimiento, belleza y verdad, y cualquiera de los ejemplares allí atesorados, me topé con un libro que me devolvería a la infancia. El maestro cerró la ventana de la biblioteca, porque no quería que la espesura plomiza de aquella noche se adueñara de sus cosas. A las tres, después de leer y ordenar sus papeles, la habitación quedaría igualmente a oscuras, una oscuridad ligera, de alcanfor. Antes de marcharse abrió un armarito para devolver el libro que había estado ojeando. Desde donde estaba situado, puede observar que todos los ejemplares allí custodiados bajo llave estaban tumbados, primero porque no cabían de pie y segundo porque al tratarse de libros de gran formato, es posible que con el tiempo hubieran sufrido un desmembramiento de sus hojas en tal posición. Él no lo sabía, pero, sin quererlo, había absorbido un pedazo metálico de esa negrura nocturna de la que creyó zafarse a tiempo, y que en una carrera subrepticia había llegado a las neuronas de su memoria a través de la retina. Quizás fuera esa la causa de haberse dejado sin cerrar una de las dos puertas del mueble, sin las dos vueltas de llave acostumbradas. Pasadas las tres de la madrugada, deambulaba por el suelo de madera como un borracho, deslumbrado todavía por las chiribitas del flexo recién apagado. Sobre las cuatro, conforme me acostumbraba a la opacidad del lugar, olí primero, escuché más tarde y observé después un fulgor rabioso que cortaba y desafiaba la uniformidad cerrada del espacio. Salía del armario que contenía los libros durmientes. Me acerqué con no poca prevención, amenazado por las sombras que su resplandor iba creando a medida que aumentaba su intensidad, dando un aire fantasmal y tenebroso a mi presencia. Sentí que mi última hora había llegado, cuando a punto de llegar, decenas de criaturas aladas surgieron de aquel infierno radiante. Volaban envueltas en un aura sobrenatural, con pequeños soles sobre sus espaldas, pero nada de esto sobrevivió después de que se alejaran de aquel foco luminoso, sorteándome con  torpeza, pues se trataba de coleópteros de carcoma de la especie Anobium punctatum, que salían huyendo por algún motivo, todavía alcancé a ver sus cuerpos pardos de color marrón jaspeado alejándose para tranquilidad mía. Superado el iracundo recibimiento, nada me impediría arrebatarle el misterio a aquellos libros ocultos. Según introduje las antenas, el calor, el frío y la templanza las hicieron contraerse y dilatarse con frenesí. Las primeras patas fueron embestidas por tempestades de agua salina y ventiscas de nieve gris. Mis ojos quedaron abolidos en su naturaleza, cubiertos de dorados, azules, verdes, bermellones, en movimientos violentos, en ritmos voraces, en masas de color levantadas con furia en toda su belleza, sobre minúsculas figuras de homúnculos a merced de pigmentos vivos. El caos de luz y color di paso a un orden en el que pude distinguir naves, ciudades, montes, lagos, naufragios, incendios, díscolos océanos. Todo se articulaba en un lenguaje que desconocía entonces, el de la pintura, que identifiqué gracias a las escasas palabras de aquel libro hermoso y sobrecogedor, cuyo título en letras de oro sobre cubierta de tela negra rezaba: Turner. De este modo pude comprender que hay muchos y muy diferentes lenguajes humanos en los libros, y que las palabras no se resignan en su soberbia a emularlos, aunque sea con torpeza.

José Miguel López-Astilleros





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.