14 de octubre de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas








MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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AFORISMOS DEL PARQUE ŁAZIENKI

Hacía un mes que había llegado el otoño, pero hasta entonces no se habían dejado sentir sus rigores. Golpeaba las ventanas con una lluvia persistente, transportada a lomos de un incesante viento frío, desordenado y sin nombre aún. Había llegado el momento de abandonar las lecturas digestivas, por otras más audaces, en las que  el riesgo de perecer en un incendio o quedar sepultado bajo las arenas movedizas de un pantano, eran algo más que posibilidades retóricas. Bastaba un poco de recogimiento, paciencia e imaginación para lograr que las palabras destilasen el zumo esperado. No sabía hacia qué parte de la biblioteca dirigirme, dónde hallaría la obra que mi estado anímico de asceta audaz necesitaba. Sin darle tregua a mis seis patas, con todos los sentidos alerta y mis mandíbulas dispuestas y afiladas, recorrí como un poseso en pleno destierro unos anaqueles que siempre me habían desagradado, debido a la chapa gris con la que estaban confeccionados, sobre todo porque era muy difícil moverse por ellos, por su superficie escurridiza, y porque su materia no poseía la nobleza de la madera. Sin darme cuenta, metí una de las patas traseras entre las paginas de papel satinado de un ejemplar de tamaño discreto, como el de las colecciones de bolsillo, aunque no se parecía en nada a estos. Desde el intersticio que dejaba mi miembro aprisionado, pude escuchar una voz que pronunciaba mi nombre, entre exabruptos.
¡Eh, Mortisaga! ¿Estás ahí, eres tú, bestezuela inmunda? ¡Contesta, bicho infame! 
Me sentí maltratado y vejado, pero por muchas ganas que tuviera de contestar o de vengarme de semejantes insultos, no podría hacerlo a menos que me metiese dentro del libro, pues es bien sabido que uno sólo se puede hacer oír en esa dimensión, si se aspira la atmósfera creada por cada uno de sus párrafos o versos o palabras, y para ello habría de comenzar a triturar cualquiera de sus páginas, superando la aversión que sentía por el brillo de ese tipo de papel pretencioso.
¡Mortisaga! ¿Qué te pasa, carroñero de biblioteca, acaso no te atreves a descubrir un nuevo infierno, donde las palabras sólo pertenecen al silencio? Venga, entra, si no lo haces, tendrás que volver a babosear esas libracos para adolescentes anómicos, que solías en verano.
La afrenta demandaba, al menos, conocer la identidad de quien la pronunciaba. Por tal motivo, no tuve más remedio que sacudirme mis reparos y meterle las primeras dentelladas. No me pregunten por las palabras que encontré, porque de ellas sólo me quedan imágenes, sonidos y olores: ciudades en llamas, racimos de cadáveres pudriéndose en las calles desiertas, estertores de moribundos exhalando su último aliento y sollozos ahogados de niños sin tiempo, tufaradas hediondas de soldados corrompiéndose dentro de sus uniformes grises. Me sentí desconcertado, porque nunca pensé que aquella voz tuviera razón. Si aquello no era el infierno, se le parecería. No podía soportar más sufrimiento, así es que me propuse huir de allí. De regreso por los aledaños de un campo de concentración, poblado por sombras mudas arrastrándose por el barro, me hallé frente a un escarabajo de la especie “blaps mortisaga”, que me interpelaba desde una zarza próxima a una chimenea industrial humeante, situada dentro del perímetro de la alambrada de espino.
¿Qué te ocurre, Mortisaga, no te gusta lo que ves? No te preocupes por ti, los heraldos de la muerte como nosotros siempre estamos a salvo. Es más, en épocas como esta es cuando crece nuestra leyenda. 
Algo estaba cambiando en mí, porque no me sentía identificado en lo más mínimo con lo que me decía mi congénere, ni por supuesto lo celebraba. Debió sospechar mi repugnancia y fue condescendiente conmigo.
No creas que me he propuesto ser cruel contigo, pero  haciéndote conocer el Diario de una víctima. Varsovia 1943 de Agnieszka Szpilman, he soñado que algún día uno de nosotros sentiría lo que tú sientes ahora mismo y nos liberaría de presagiar la muerte. Pero si te sientes ofendido, te pido disculpas por tal atrevimiento. Piensa que estoy dentro de ti mismo y que el libro que te he inducido a probar se titula Aforismos de un otoño en Varsovia de Adam Moczarski, con ilustraciones de Jacek Sempoliński, y que estaba bromeando contigo bajo las hojas caídas de un tilo del Parque Łazienki.

José Miguel López-Astilleros



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