Mercadillo de Valladolid, otoño de 2013. |
ORWELL Y LOS LIBROS DE VIEJO
George Orwell, ese amante del lumpen educado en Eton, funcionario del imperio británico, miliciano del POUM en la Guerra Civil española y ante todo prodigioso escritor, trabajó en su juventud en una librería de viejo. En sus experiencias de esta etapa basó dos textos: uno de ficción (Que no muera la aspidistra, también traducido como ¡Venciste Rosemary!) y otro de ensayo (Recuerdos de un librero). De ellos entresacamos las líneas que siguen.
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Estaba solo con siete mil libros. Contiguo a la trastienda, el habitáculo, pequeño y oscuro, que olía a polvo y papel húmedo, se hallaba abarrotado de libros, la mayoría viejos e invendibles.
En las estanterías superiores, próximas al techo, se encontraban los volúmenes en cuarto de las enciclopedias desfasadas, apiladas de costado como ataúdes en una fosa común.
A mano izquierda se encontraban los libros nuevos o seminuevos, novelas recién salidas de la imprenta, esposas aún no poseídas que suspiraban por un cortapapeles que las desflorase; y ejemplares para la prensa y los críticos, semejantes a viudas jóvenes y lozanas, aunque ya no vírgenes.
Y aquí y allá, esas patéticas solteronas, los saldos, que todavía conservaban esperanzas de virginidad tanto tiempo preservada.
Encima, a la derecha, se encontraban los volúmenes de poesía, ordenados de forma gradual: a la vista los limpios y caros, en los extremos los baratos y deslucidos.
En los estantes inferiores, los clásicos, esos monstruos extinguidos que se descomponían en paz, en los que apenas se distinguían los nombres de los autores en los lomos anchos y anticuados.
Y en toda la librería el criterio que se aplicaba era el de lucha darwiniana por la subsistencia, en virtud del cual las obras de escritores vivos se exhibían a la altura de los ojos, mientras que los libros de los difuntos se colocaban más arriba (en el trono) o más abajo (en el infierno).
Los detestaba a todos por igual, con un odio sereno. Masa de basura sin sentido amontonada en el mismo sitio: antiguos y modernos, intelectuales y ramplones, pretenciosos y modestos.
(Que no muera la aspidistra)
La verdadera razón de que no me guste el oficio de librero, al menos de por vida, es que, mientras me dediqué a él, perdí todo el amor por los libros. Un librero tiene que mentir como un bellaco sobre ellos, y aún peor es el hecho de estar constantemente quitándoles el polvo y moviéndolos de aquí para allá. Antaño amaba verlos, tocarlos, en especial si se trataba de libros con cincuenta o más años de antigüedad comprados por lotes en una subasta rural. Tienen un sabor especial estos libros baqueteados o inesperados que uno encuentra en esa clase de colecciones.
Pero tan pronto como empecé a trabajar en una librería, dejé de comprar libros. Vistos en masa, se me antojan aburridos e incluso nauseabundos. El olor dulzón del papel deteriorado, lejos de resultarme agradable, lo relaciono con clientes paranoicos y moscardones muertos.
(Recuerdos de un librero)
[Gromov]
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