17 de marzo de 2013

LA BUSCA



El Rastro, invierno del 2013



LOS JESUITAS, NUEVAMENTE EXPURGADOS


El Rastro es universal, me aseguró un exultante Lobo Larsen en los comienzos de su andadura ultramarina (título, por cierto, de la novela iniciática de un joven y desintoxicado Malcolm Lowry con ganas de ver mundo). Pero aquí, a ese disperso y variopinto material de aluvión con sedimento dominical se le conoce más comúnmente por el diminutivo, casi despectivo, de “mercadillo”. De hecho, los autobuses (yo tengo que tomar dos consecutivos para llegar allá) usan este apelativo para indicar la correspondiente parada. Ha estado desde que lo conozco en Cantarranas, en la Rubia, en Usos Múltiples (donde ahora descuella la pomposa “Cúpula del Milenio”), y por fin, desde hace unos años, en los aledaños del Nuevo José Zorrilla. O sea, cada vez más a desmano.
Esta mañana madrugué bastante y nada más llegar me apoderé de un coqueto Quijote, resto de los fastos del centenario de 2005, pero se me escapó uno de Calleja. También me hice con algunos volúmenes de la biblioteca personal de Borges (la de kiosko, ya se entiende…). Pero el puesto estrella de hoy era el que desencajonaba raudales de libros enajenados a jesuitas. ¿Cómo habrán llegado libros de Comillas y otros seminarios hasta aquí? ¿Habrá sobrevenido ya la ominosa decadencia y caída de la “Araña Negra” augurada por Blasco Ibáñez?
Me tuve que hacer fuerte para meter cuchara entre dos golfos apandadores de voz meliflua que arramblaban con todo y que se mosquearon, refiriéndose a mí como “el individuo ese…” Pero, pese a su resistencia contumaz, pude rescatar algunos interesantes ejemplares, de entre ellos un Cantar de los Cantares y una antología de los Santos Padres. Dejé pasar, sin embargo, alguna cosilla del ubicuo Pérez de Urbel, el Año Cristiano traducido por el padre Isla y dudé ante un Nuevo Testamento de Bover, que finalmente deseché al comprobar que, tras cada pasaje evangélico, el traductor había añadido su propia moraleja.
También estuve en tratos para comprar un Album Proust en el puesto más literario (y caro) del mercadillo, pero los regateos no se concretaron por lo elevado del precio. Y como la mañana estaba bastante desabrida, regresé antes que de costumbre a mi pabellón de reposo. De camino de vuelta, entre bus y bus, recalé en Fuentedorada, donde filatélicos octogenarios de género estrictamente masculino se entretenían con sus cromos y estampitas como si fuesen niños de ocho años. ¡Bendita ilusión!





[Colaboración de Gromov]





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