23 de marzo de 2013

Novela por entregas









Capítulo 1
                                                               


Guantes de trapero con los dedos cortados para no perder el tacto del género que busca. Varios abrigos superpuestos. Guedejas onduladas, lacias y alocadas a un tiempo que escapan de un gorro de lana peruano. Barba apuntada en el mentón con cañones de canas. Gafas redondas a la moda de hace quince años que recuperaba la de hace treinta y esa, a su vez, la de sesenta antes, es decir de principios del siglo XX. Debajo de todo cara de niño. Nada en él parece ser nuevo y muchas de sus cosas lucen de segunda, tercera o cuarta mano. Es como si buscase continuamente lo viejo y se arropase y se adornase y se amueblase de ello. Se puebla de cosas ancianas en las que se adensa el tiempo, en las que se hace espeso y untuoso hasta que se puede tocar con las manos. Le atraen los objetos donde se corrompe un presente que no es el presente pero, al mismo tiempo, se mueve entre ellos con desparpajo, como si la putrefacción lo revitalizase, como si le insuflase vida comprobar que el tiempo en fuga se aquieta entre sus manos cuando recupera un ejemplar del librovejero, del anticuario, del rastro o del estercolero.

En sus prospecciones no busca nada en concreto, la excusa es la literatura. Lee mucho pero no es un lector obsesivo, no es un coleccionista al uso, no negocia ni especula con las cosas viejas sino que las acumula como un comprador compulsivo de barato, como un capitalista de la basura, como un anciano con síndrome de diógenes.
Lo encontré bajo un viejo ciprés con la portezuela trasera del maletero de su automóvil levantada y, en su interior, la biblioteca móvil de lance con sus últimas capturas, un buen rebaño de lecturas pendientes de ser salvadas del olvido. Toda la literatura en cuerpo y alma en treinta o cuarenta títulos, la mala, la buena y la regular, la de entretenimiento y la de mensaje, la de moraleja y la de revolución, toda la literatura que, de camino al olvido, andaba dando vueltas en su coche por las calles de la ciudad sin nombre.



-Lo peor -le dije- es cuando un libro que compramos nuevo, como quien dice ayer, es ya de lance.
-Eso -respondió él torciendo la jeta- es que el tiempo ha pasado volando, querido cuervo.

Le contesté con un graznido y rebusqué entre los libros. Cada uno que cogía quería regalármelo pero yo los arrojaba con desprecio a otro confín del maletero. En ese momento empezó a gruñir y a señalar con la mano enfundada en el guante de trapero a la acera de enfrente. Por allí pasaba un gran cuadro caminando debajo del cual aparecían dos enclenques piernas y, a ambos lados, unos minúsculos dedos de quien iba sujetándolo con paso inseguro pero no del todo lento. En pocos segundos el cuadro se había alejado de nosotros y casi se salía de nuestro campo visual. Dejamos el coche abierto con su porción de libros de desecho abandonados y empezamos a seguir al cuadro caminante sin más  comunicación entre nosotros que algunos huérfanos codazos.



                                                           


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