28 de marzo de 2013

Novela por entregas


































Capítulo 3 




 


Al fin se veía quién había transportado el cuadro por las calles hasta venderlo en el puesto de los gitanos ricos. Se trataba de una muchacha de menos de treinta años de enormes ojos azules y fríos como el polo norte. El pelo liso y de oro le enmarcaba un rostro de óvalo sobre el cual unos preciosos labios rojos salían para dar un imaginario beso al aire. Era más que hermosa, de una hermosura natural sin estar cultivada de ninguna forma. Por eso parecía una musa expulsada de un país donde la belleza fuera moneda común y nada digno de asombro u observación. Iba vestida con ropa de modas pasadas que se ajustaba a sus pechos redondos y a sus caderas de ánfora con naturalidad.
Se metió el dinero en el bolsillo de su raído pantalón vaquero y comenzó a desandar el camino que había hecho portando la pintura. Ni que decir tiene que la seguimos maquinalmente, sin necesidad de verbalizar nuestras intenciones. Larsen parecía algo desorientado porque ya la pesquisa no trataba de un libro raro o de un mueble viejo sino de seguir simplemente a una chica. 
Nos adentramos en las callejuelas más viejas de la ciudad, aquellas que poseen no nombres de ciudadanos ilustres sino de oficios como platerías o azabachería. Al llegar a uno de los edificios más destartalados de una que se llamaba de Cuchilleros la chica se detuvo y empezó a forcejear con una puerta añosa de metal que daba acceso a un local. Sacó una barra que se cruzaba con otras dos, la posó en el suelo y penetró en el bajo. Merodeamos por allí un rato hasta que se volvió a oír el ruido metálico de la puerta. La chica salió con un atadijo envuelto con papel de estraza. Lo posó en el suelo, cogió la barra y la cruzó de nuevo para cerrar. Se aupó el atadijo a la espalda por un cordel rojo que le salía y emprendió de nuevo el camino por calles todavía más sombrías. Al llegar al número tres de una llamada Cantareros entró en un local de anticuario. Desde fuera la podíamos ver hablar con alguien que permanecía sentado entre las lámparas de vidrios multicolores y multiplicada en el azogue de los espejos. Se veía que deshacía el paquete y le mostraba el contenido a alguien y que ese alguien tardaba en analizarlo y sopesarlo. Finalmente ese alguien emergió de entre las antigüedades y avanzó hacia los cristales de la puerta. Se trataba de un hombre delgado, alto, con barba, que sujetaba una amplia melena ya plateada con un gorro de rastafari. Por un momento creí que el individuo aquel nos había descubierto y que se dirigía hacia nosotros con la intención de increparnos o pegarnos. Miré a Larsen y le vi tomar más aire de la cuenta al tiempo que abría los ojos demasiado. Entonces el tipo dio la vuelta al cartel de la puerta para que se pudiera leer que estaba cerrado, trancó con llave y corrió una polvorienta cortina.
Quedamos desconcertados enfrente del establecimiento y nos reunimos en una esquina. Poco a poco volvimos atrás sobre nuestros pasos sin resignarnos a haber perdido a la chica. Pasamos enfrente del local y, sin pensarlo, empecé a forcejear con la puerta de hierro por la que la muchacha había salido con el petate de camino al anticuario. Me detuve un instante para mirar a Larsen que, estático y perplejo, me miraba con ojos de plato. La barra de metal parecía ceder pero siempre chocaba con un obstáculo. En un momento dado y sin pronunciar palabra Larsen se incorporó a mis esfuerzos por allanar el local. Entre los dos conseguimos torpemente dejar franco el paso. Entramos y arrimamos la puerta a nuestra espalda para que nadie sospechase de nuestra presencia. Apenas penetramos en la oscuridad nos caímos aparatosamente pero el suelo estaba mullido. Al tacto comprobamos que se trataba de libros, de un lecho de libros tirados de cualquier manera y por todas partes. Cada vez que movíamos una mano o un pie de los que habían quedado sepultados por los montones de libros una nube de polvo se alzaba sobre las débiles franjas de claridad que traspasaban el aire de la estancia. Al fondo se veía una luz pobre que provenía de una bombilla que se había dejado encendida la chica. 
De pronto sonó la puerta con un desplomarse de metales mal oxidados. Recortada sobre la claridad de la calle la angelical silueta de la chica que volvía del anticuario nos sorprendió con las manos en la masa.
-¿Qué hacéis aquí? -gritó al vernos.
Nosotros nos pusimos nerviosos y sin saber qué decir pero extrañamente sincronizados nos coordinamos para salir al trote. A medida que avanzaba por el local se me ocurrió coger algunos de aquellos libros pordioseros para simular que el móvil de ese allanamiento del tugurio aquel fuese el del robo. Larsen se bajó el gorro peruano cuanto pudo para ocultar su rostro de niño con lo cual su visión menguó considerablemente y en lugar de correr contra la puerta corrió contra una pared hasta chocar de bruces, pero se incorporó rápidamente y encaró la puerta. En pocos segundo estábamos frente a ella y sin poder evitar la colisión. Ella no se retiró ni un milímetro y caímos los tres al suelo lacustre. Sin pensar mis manos se fueron al cuerpo de ella, y, en fracciones de segundo, lo habían palpado completamente. Me abofeteó repetidamente quedando a horcajadas sobre mí. Larsen se escabulló y se perdió calle arriba hacia la grisura del cemento. La chica cesó de golpearme y se lanzó sobre mí, abrazó mi cabeza con sus delicados brazos quebradizos hundiendo mi cara en sus pechos y caímos sobre el tálamo de libros. No sabría decir si lo que hicimos durante varios minutos fue una pelea o un acto sexual. La extraña muchacha dio un taconazo a la puerta que quedó arrimada para darnos algo de intimidad. Nos fuimos quitando la ropa uno al otro atropelladamente. Ella llevaba únicamente un tabardo de ante, un jersey de lana y unos vaqueros sin nada de ropa interior por lo que cuando ella estaba ya completamente desnuda aún me faltaban a mí varias prendas por quitar. Durante casi toda la escena permanecí con la bufanda y el sombrero puestos. Sus caderas me buscaban con una contundencia que no cesó hasta que la penetré. Ya dentro de ella rodamos por la mullida cama de libros hasta el centro de aquel polvoriento antro y allí, sobre sabe dios qué palabras impresas, tal vez las de Balzac o Dumas, las de Dickens o Baroja, las de Dostoyevsky, Galdós, Chejov o las del mismísimo conde León Tolstoy, cabalgamos como si el tiempo efectivamente hubiera sido abolido, como si el sexo entre dos desconocidos sobre los restos tumefactos de siglos y siglos de literatura fuera la certera tijera que cortara el nudo gordiano del tiempo.








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