12 de mayo de 2013

El papel de estraza







No puede faltar papel de estraza para empaquetar los productos de nuestro Manual de Ultramarinos. En las antiguas tiendas del ramo, este papel basto, áspero, sin cola y sin blanquear era una marca de la casa. 
Extraemos del libro Recuerdos del ayer, de Angel Allue Horna (1972), una apología de este tipo de papel, ya entonces en decadencia. Su tono recuerda mucho a dos textos breves de Baroja: Elogio de los viejos caballos del tiovivo y Elogio sentimental del acordeón. Lo adquirí un sábado en el mercadillo de herradura que rodea la antigua Facultad de Ciencias de la Universidad de Valladolid.


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El papel
de estraza 


De entre los accesorios de la alimentación, ninguno ha cumplido mejor su cometido que el papel de estraza. Yo le tengo verdadera simpatía, quizá porque va desapareciendo de entre el mundo de las cosas y el modernismo, o mejor, el buen gusto que el progreso impone y la elevación del nivel de vida, lo va postergando, ya que la presentación de los artículos de alimentación así lo requiere. Mas, sin embargo, el papel de estraza ha sido algo que ha albergado durante muchísimos años la vianda con una sencillez y una modestia digna del mejor elogio. Sin letras sobre él que anunciasen artículo ni establecimiento, igual de orgulloso marchaba el papel de estraza con un kilo de chuletas de ternera o de jamón que con dos chicharras o un cuarto de kilo de castañas pilongas. 

Al papel de estraza se le utilizó como piedra de toque empleándolo en comparaciones y símiles poco honrosos pese a sus muchas virtudes de higiene, economía, modestia y utilidad. Esos puntos de toque con mi querido papel fueron del orden más dispar y así, vengo en recordar cómo hablando de alguna «amiguita», algún alma caritativa ha dicho con respecto a aquélla: «Es más ordinaria Fulanita que el papel de estraza.» 

Sin embargo, a la hora de enjuiciar sus virtudes, nadie se acuerda de lo amorosamente que con su ternura y su faz morena cobijó el pan nuestro de cada día como amigo inseparable de los garbanzos, las alubias, las lentejas y demás legumbres finas, base de la alimentación en los días pasados del subdesarrollo rabioso. 

   Tampoco se suelen acordar de aquellas manchas de cera que eran absorbidas por el papel de estraza, al que se acudía “in extremis” al soportar la elevada temperatura de una plancha sobre sí con su paciencia y su modestia verdaderamente benedictinas, chupando el lamparón hasta quedar la marinera más limpia que un sol, con lo cual la paz volvía al hogar.
   También me acuerdo de la utilidad de este papel como blok de notas improvisado, en el que hacía sus apuntaciones y cuentas aquel tendero de mi calle, tendero de guardapolvo, chicoleo a flor de labios para cuantas muchachas por allí pasaban y dialéctica más que sobrada para convencer a un guardacantón de la cochura de los garbanzos, el refinado del aceite o el aroma de un café de Puertorrico o Colombia, aunque su nacionalidad fuera adoptiva. 
   Por eso, cuando al correr de los años, las cosas se van de nuestra íntima compañía, no cumplimos con menos al darles la despedida-homenaje. Mi gratitud por siempre y mi añoranza, aunque partan de persona modesta y poco representativa, como es la mía.


[Gromov]



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