14 de mayo de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas






MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

4
EL COCHE DE BOMBEROS VERDE

No hay nada como el miedo y la desolación para encontrarse. Eso es lo que pensé cuando comenzaron a entrar los primeros rayos de sol a través de la ventana de la biblioteca. Era el primer amanecer que no volvía con los míos, tras una noche luminosa y fructífera. El aire que respiraba, los ruidos que hacían vibrar mis patas y hasta el hambre que me atenazaba eran percibidos de modo diferente sin compañía de otro tenebriónido en las cercanías. Me sentí desorientado por haber renunciado a mis costumbres habituales, por lo que decidí quedarme quieto para pensar en mis nuevas circunstancias, antes de tomar una decisión errónea que bien pudiera conducirme a la perdición. Comprendí entonces que la prudencia había de ser una compañera leal, sobre todo cuando uno ha de convertir la propia fragilidad en una advertencia, en una ventaja sobre la arrogancia de quienes se sienten omnipotentes. Tenía que buscar un refugio húmedo y oscuro hasta la noche, en el que además hubiera algo que llevarse a la boca. Lo encontré tras el rincón que formaba el pesado sillón de lectura con dos estanterías, un pequeño triángulo donde la aspiradora no había hecho su aparición desde hacía años, a juzgar por la cantidad de restos de magdalenas, bizcochos y fiambres varios, resultado tanto de las cenas apresuradas del maestro Sapiencio, como de la negligencia higiénica de su asistenta, a quien conoceremos en alguna entrega. Mi salvación se confirmó con la aparición de un libro que llenaba una parte del espacio, seguramente había caído desde no sé qué altura y había quedado formando un tejado a dos aguas, con sus tapas duras de color naranja y el grabado de una muñeca de porcelana en la cubierta protegiendo sus escasas y grandes hojas de cualquier doblez malsana. Antes de dar la vuelta para leer el título, me interné en sus profundidades. Me mostré confiado por el olor a niño que desprendía, aunque sus ilustraciones en negro sobre fondos monocromos de diversos colores me llenaron de un temor infantil a lo desconocido, tanto que me hizo imaginar mi existencia larvaria con desasosiego. Tas oír las primeras voces procedentes del interior de una pagoda china, salí de allí con celeridad y, confundido, me alejé para tener suficiente perspectiva y poder averiguar de qué libro se trataba: El coche de bomberos ligeramente defectuoso de Donald Barthelme, un cuento infantil que había obtenido el National Book Award en 1972, se trataba de una reproducción fiel del original, traducido y editado recientemente, aunque impreso en China. Es muy posible que Sapiencio lo hubiera adquirido para ser utilizado en alguna de sus clases, si no, no se explica su presencia allí, a menos que echemos manos de algún manual de psicopatología o de bibliofilia. Más tranquilo por la naturaleza del libro, mordisqueé lo que había sido un trozo de mortadela hacía días, para después introducirme de nuevo en la sombra que proyectaba, dispuesto a escuchar su historia hasta el final, por ver si mitigaba con ello el insomnio. Al anochecer me despertó la niñera del cuento gritando repetidas veces el nombre de Mathilda, pero fue vano el intento, pues a pesar de haber conciliado el sueño, no había espantado el miedo y la desolación, porque los cuentos infantiles no son ni cándidos ni inocuos, ni tan siquiera los coches de bomberos ligeramente defectuosos.

José Miguel López-Astilleros




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