11 de mayo de 2013

Una novela por entregas






Capítulo 13

Cuando se calmó la tormenta desfilamos por el estrecho pasillo de arcos hasta el agujero en las vidrieras con la idea de volver a los tejados. Salimos por él y Larsen cogió el trozo suelto de cristales emplomados y se lo metió debajo del brazo. Como equilibristas borrachos caminamos hasta las casuchas por el filo del arbotante. El miserable librovejero se tambaleaba ebrio de vidrios multicolores del trozo de catedral que acababa que hurtar. Tras varios resbalones encaramos el tragaluz de la astrosa guardilla. Había quedado abierto desde la salida atropellada que hicimos urgidos por el casero. Nos deslizamos al antro uno tras otro derramándonos como fardos de basura sobre aquellos lechos de libros deshechos que tapizaban el piso. Larsen no acababa de caer como si de un fruto aún no maduro se tratase. Durante un largo rato colgó una sola pierna del ventanuco, luego un brazo también pero parecía haber quedado trancado. Karenino le aguardaba con el hocico en alto. Al fin cayó sin el trozo de vidriera que no cabía por el vano de la lucerna. "Ahí se queda." Dijo y arrugó el morro. Dormimos como marmotas tirados por los rincones.
Al clarear el día nos despertó el viejo lobo que laboraba con manadas de libros en construir una torre en condiciones para subir otra vez al tejado. Le seguimos y nos desayunamos de un sol de invierno. Las azoteas mostraban a la solana sus más pordioseras trazas, el aparejo de macizos ladrillos torcidos como zapatos de mendigo, adobes y hasta cantos de río que pararon su rodada en esas tapias, alambres podridos y vigas de leñas resecas y meadas de gatos. También canalones oxidados y colgantes como pelos al viento, parches de cemento, tejas rotas y movidas, una pradera de materiales viejos y olvidados que guarecía a los fieros mortales que bajo ella vivían y que sólo nosotros contemplábamos. A la luz del sol todo parecía a punto de quebrarse, incluso el rostro aniñado de Larsen marcaba despiadadas arrugas. Se quitó uno de los varios abrigos que llevaba y envolvió la vidriera que había amanecido orinada y defecada a la intemperie. Con el estrambote oculto bajo el brazo indicó con el morro que bajásemos. Desfilamos sin hablarnos en línea recta por la desierta Cuesta de Castañones hasta la calle de El Barranco, antes Apalpacoños. Una puta madrugadora y vieja se asomó y agarró por las solapas al decadente bohemio. Este, sin desplegar el brazo envidriado y con el otro, la palpó en segundos. 
-¿Qué llevas ahí, truhán?
-Naaaá...-contestó él hurgándole en el escote- cosa de poco.
-Ya será algo de valor...
-¡Qué va! La cuadratura del círculo na más...
-Tú si que estás hecho buen cuadraturo, malvís.
Y de un empellón la puta lo mandó piedras abajo. Le seguimos. Caminó en paralelo a una fila de hombres que bien de mañana acudían a las casas de lenocinio. La fila llegaba hasta la Plaza del Grano. Uno confundió al poeta Pascal con un proxeneta y le ofreció dinero para adelantar algunos puestos en la cola. El poeta famélico se azoró, no por el malentendido sino por la posibilidad de ganar algunos cuartos. Cogió los dineros y pidiendo disculpas de un modo rudo se metió por una de las casas de putas. Pasaron al menos diez minutos y el que le había sobornado empezó a ponerse nervioso. Pascal no salía y el sujeto se impacientaba y nos miraba desafiante. Entré a buscarle y, al girar una portezuela sin pestillo de una habitación de la que provenían ruidos mecánicos y sincopados, me lo encontré encamado sobre una furcia pelirroja que, mientras él la cabalgaba, bebía un licor con una mano y contaba los billetes del otro con la otra. En eso entró a las bravas el que dio el parné y lo agarró por los pelos. Karenino se asomó, repiqueteó en las primeras baldosas del cuarto y ladró y el agresor se arredró. Pascal cogió sus harapos en una mano y salió desnudo por el pasillo y hasta la calle lanzando besos por el aire a la prosaica puta pelirroja.
Fuera nos reunimos con Larsen y le seguimos. Se dirigía al rastro. Entonces me percaté de que pretendía vender el trozo de vidriera a algún anticuario. Como vivíamos al margen de todo no sabíamos si se habrían dado cuenta de la desaparición de la obra de arte y si, de ser así, al pisar el suelo del rastro, los policías nos llevarían directamente al calabozo. Entonces me dieron ganas de darle un sornavirón a Larsen.




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