Capítulo 17
Me desperté en las penumbras sin saber qué hacer. Permanecer allí sepultado en aquel piso que me había parecido tan bien el día anterior en este, en el que Lamieva no acababa de volver, me empezó a resultar insufrible. Con dos sábanas me hice una escala que enganché al pestillo del tragaluz y por él me tiré de nuevo a los tejados. Cerré el cristal y me erguí para mirar la estampa de la ciudad. De pronto añoré el lecho que dejaba abajo y un vértigo de vacío se me pegó a las tripas y comencé a vagar como un ser inhumano, como una sombra de mí mismo, por las cubiertas hasta bajar por unas casuchas como de pueblo que flotaban desperdigadas por las afueras entre burros, gitanos solitarios y espigas. Mis pies me llevaban sin saberlo hasta el cementerio. Hallé las puertas cerradas y me varé en sus hierros como un enamorado del ocaso. Después de un rato las escalé y penetré. Los cipreses ondeaban. Por los caminos de grava me dirigí hacia la tumba de mi madre. A veinte o treinta metros de ella me paré. Luego me acerqué muy lentamente, como si ella pudiera oírme y yo no quisiera despertarla de un sueño imposible de interrumpir. Tordos, gorriones, golondrinas, todo tipo de aves humildes la sobrevolaban. Las letras de oro viejo de su nombre de la lápida se reflejaban de cielo. Me acerqué a otra sepultura y robé unas flores mustias ajadas de sol y viento y se las puse encima. Cerré los ojos y los volví a abrir ya inundados con el bosque de cruces de piedra en su horizonte. Me tiré sobre la lápida y los cuervos gritaron, me encorvé y de mí salió un extraño lamento, un aullido a medias humano y a medias animal. Me arrastré por el mármol con un dolor inaguantable en el vientre. Miré al cielo y pensé que nada me importaban las verdades del mundo sino mi vida.
Tres o cuatro sepulturas más allá había una muy vieja, muy antigua, tallada en una piedra ennegrecida de lepra, que mostraba un hombre viejo acostado, muerto, con una larga y espesa barba y el cráneo calvo. Desnudo el torso cubierto de cintura para abajo por una sábana pétrea. En una mano una maza y en otra un cincel de escultor. Sin duda aquel hombre había esculpido su propia tumba en la que se representaba anciano y muerto con las herramientas de su oficio. Arriba, en la lápida vertical, bajo góticos pináculos, un reloj de arena con alas de murciélago y una pequeña y delicada calavera encima. Cogí una cruz de hierro medio oxidada que, torcida y floja, estaba pinchada en el suelo de una fosa de tierra. Cuando la tenía en las manos vi que en su centro había una pequeña placa de cerámica esmaltada con una leyenda en letras negras: "Como te veo me vi, como me ves te verás". Me quedé paralizado unos instantes en los que el cuervo que me habita se apoderó de mí insuflando su negra sangre por mis venas y un dolor de abismo se me metió en los ojos. Pensé que efectivamente un día, lejano o cercano, estaría ahí, entre los quietos para siempre, pero no tendría entonces ojos para verlo. Alcé la cruz que se recortó contra las nubes ceniza y la estrellé contra el reloj murciélago que se desprendió de la lápida de una pieza junto con la pequeña calavera. Me quité uno de los varios abrigos que llevaba y envolví el trozo de tumba para llevármelo.
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