MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS
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SOLEDAD Y CELEBRACIÓN
Dado el carácter sinantrópico de mi especie, no me costó adaptarme a las costumbres y usos humanos. Aunque si he de decir la verdad, no me fue fácil prescindir, durante las primeras noches, de la memoria subterránea de mis recientes fases de tránsito hacia la vida: la de embrión inconsciente, larva dormida o pupa soñolienta. Después de la última ecdisis desperté en mi forma definitiva de imago, pero algo no había ido bien en mis sucesivas transformaciones, como supe más tarde, puesto que el mundo se me aparecía representado con una extrañeza impropia de un bichejo que debería haber nacido con los principios elementales de su realidad confundidos en su ser. Esta circunstancia me ayudó a superar las limitaciones de mi origen y mis dificultades físicas, puesto que mis percepciones pertenecían a ambos mundos, el animal y el humano, aunque poco a poco iría abandonando con lentitud aquel. El caso es que, como otras muchas noches, volví a la biblioteca de Sapiencio, aunque esta vez sería para no volver a abandonarla al alborear el día. Era este un hombre que debido a un desengaño amoroso, había decidido apartarse del mundo en este pueblo y ganarse la vida como maestro, aunque personalmente creo que esa es la versión romántica que él se encargó de difundir; por el contrario, y según he podido comprobar, creo que se encerró en este lugar apartado para aspirar a todo a través de su biblioteca, pertrechada con más de veinte mil volúmenes, que abarcan desde materias científicas y literarias, a filosóficas, religiosas o historiográficas. Allí estaba, como de costumbre, sentado en un sillón de orejas, bajo la luz amarillenta de un flexo de pie, leyendo atentamente, con un cuaderno bajo el libro, en el que tomaba notas. Sorteé la luz sepia sobre el entarimado y me interné por un laberinto en penumbra, pero nada más adelantar la primera de mis seis patas, me cayó sobre la testuz una cita que amenazaba con disuadirme de mi loco empeño, decía así “La forma de arrastrarse de un insecto me sirve para responder a preguntas sobre mi destino. ¿No es esto extraño en un profesor de Física?” Traté de compartimentar mi reacción en dos mitades, una se ocuparía del dolor producido y la otra de averiguar el sentido del suceso. Hasta que el dolor no se hubo aplacado y esa mitad quedó liberada, no fui capaz de concluir que la soledad no está en quien se plantea una pregunta, sino en el objeto que la suscita, es decir en mí mismo en este caso, lo cual rebajaba aún más mi, a pesar de todo, compleja naturaleza. Miré hacia arriba irritado, para tratar de averiguar de dónde se había desprendido tal ofensa, pues lo importante, juzgué, no era preguntarse por el destino, sino por el trayecto que conduce a él. No había terminado de inclinar el cuerpo en esa dirección, cuando el vuelo de una segunda descarga me hizo poner los pies en polvorosa, a pesar de lo cual fui alcanzado de refilón en un costado, esta rezaba “Permanece atento, no sientas nada en vano, mide y compara: tal es la ley de la filosofía.” No había duda de que estaba siendo sometido a un bombardeo con piezas de diferente calibre, aunque en esta ocasión parecía que el artillero había decidido compadecerse y remediar mi candidez, alertándome sobre la ligereza de mis propias conclusiones. Como ningún obús cae en el mismo lugar, me quedé en el mismo sitio con la intención de ponerme a salvo. La sombra de un hombrecillo de estatura pequeña con una joroba arrastrándose de medio lado por la estantería, me puso sobre la pista de la batería de la que procedía el fuego. Se trataba de un ejemplar traducido de los Aforismos de Lichtenberg, es más, aquella sombra era la del mismo Lichtenberg, daba tumbos erráticos, producidos por los vasos de licor en los que solía refugiarse de la humedad de la vida. Me sentí tan solo como su mirada vidriosa y lúcida, y tan minúsculo como un escarabajo a punto de crepitar bajo una bota. En mi ayuda vino un tercer lanzamiento, rezaba así “La tendencia humana a juzgar importantes las pequeñas cosas ha producido muchas cosas grandes.” ¡Vaya, gracias Sr. Lichtenberg!, le agradezco el detalle, porque con ello ha convertido usted mi arrepentimiento en una celebración, me dije. Y otra más, que como la anterior y las sucesivas, ya no me tocarían el cuerpo sino gozosamente el intelecto, decía esta “¿Ha pescado usted algo? Nada más que un río.” Luego me enteré de que este libro había sido recogido de la librería Cajón Desastre de Ponferrada, situada al otro lado del río, donde siempre suelen estar los libros raros y curiosos, a petición de Pedro Sapiencio a la esposa de uno de sus amigos y contertulios del café, que por allí había de pasar casualmente por aquella época, y que le agradeció sin medida a su esposo con la invitación a unos vinos de la Ribera del Duero, en ausencia de la solícita dama.
José Miguel López-Astilleros
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