22 de mayo de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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LA VITRINA

Aprendí a leer un día que a una camada de cinco ratones de campo se les ocurrió continuar su aprendizaje de la vida en la biblioteca. Penetraron por las galerías en las que se refugiaban durante el invierno, y aprovechando la debilidad de un nudo de la tarima, lo royeron hasta dejar expedita la entrada a la superficie, bajo una vitrina carcomida, de la que sólo quedaban intactos los cristales de las puertas, que mantenían los libros aparentemente protegidos de cualquier agresión externa. La consistencia del mueble desde fuera ocultaba la descomposición interna de la madera, que cayó en forma de fino polvo, cuando los hociquillos nerviosos de los roedores empujaron con nerviosismo los últimos restos del nudo de la vulnerable tabla. Los vi corretear de un lado para otro, de arriba abajo. La transparencia del vidrio les confería un aspecto de criaturas nacidas para el espectáculo y la contemplación. Nunca hasta ese momento me había fijado con tanto detenimiento en ellos, en la simetría de sus ojillos de azabache y el reflejo oscuro de todo aquello que miraban, en sus dedos rosáceos de funambulista y en sus grandes orejas que parecían escudriñar las profundidades sonoras de cualquier actividad. Pero el espanto y el horror me embargó, cuando uno de ellos se asomó a través del bisel que circundaba un cristal de la parte superior, ampliando su cabeza de manera monstruosa. Este recuerdo me aclaró meses después el significado de la palabra “perspectiva”, así como la diferencia que había entre mirar y ser mirado, y por supuesto, cómo de la bondad a la crueldad se puede pasar sólo en una mirada. Pero volviendo al asunto con el que comencé, en la balda inferior había dos pequeños libros antiguos de pocas páginas, con tapas duras, dispuestos en horizontal, y otros tres en vertical. Husmearon los que estaban tumbados, hasta que se decantaron por uno de ellos, el que tenía sobre su cubierta una hoja suelta, que parecía haberle pertenecido por la semejanza del tamaño y el color con las demás. La mordisquearon sorteando la tinta espesa de sus letras, con un menosprecio que nada tenía que ver con su sabor, hasta que en pocos minutos quedaron recortadas como las espinas de un pescado sobre el plato. Concluido el festín, satisfechos de su proeza, descendieron por el agujero de entrada y se marcharon por donde habían venido. La representación a la que había asistido, me hizo caer en la cuenta de que nada sabía sobre aquellos libros, por lo cual me acerqué a ver si encontraba algún intersticio para acceder a ellos, y lo encontré entre las huellas que había dejado la carcoma en uno de los laterales, junto a la pared. Si no hubiera sido por mis tres pares de patas, seguro que habría muerto asfixiado y sepultado entre los montones de quera, entre los cuales me desenvolvía con dificultad. Distinguí los veintisiete esqueletos abandonados por los anteriores visitantes, olían a universo negro, a carne de mi carne, a materia nutritiva, a la oscuridad de la que se habían alimentado todas las bibliotecas que tendría la oportunidad de conocer, reales o ficticias. Apliqué mis mandíbulas a cada uno de aquellos grafemas, hasta deglutir el último con un esfuerzo supremo. Su composición química se me subió a la cabeza, donde sus átomos desordenados se combinaron para que mis ojos, dirigidos hacia la cubierta, pudieran adivinar el significado del título que los había albergado: Mi primer abecedario. Con mis recientes aptitudes de lector, leí la cubierta del otro libro, Alphabetical order. First course, en cuya base había dibujados dos gatos con trazos esquemáticos. Pensé en lo cerca que habían estado los ratones de convertirse en ingleses ilustrados, si los felinos no los hubieran disuadido. Mi formación práctica fue completada, cuando días más tarde frecuenté uno de los otros tres libros que quedaban junto a los dos citados, se titulaba  Fábulas educativas, de Ezequiel Solana, editado por Escuela Española, después de que el maestro Sapiencio se percatara de los excrementos ratoniles, y dejara los libros diseminados por el suelo para retirar la vitrina vulnerada. Durante mucho tiempo imaginé a los alumnos sentados en sus pupitres, día tras día, engullendo  página tras página, para aprender lo que los Apodemus sylvaticus despreciaban por inútil, además de pretencioso, y lo que en mi caso resolví con una sola ingesta.

José Miguel López-Astilleros





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