20 de abril de 2014

El huésped






El huésped


Silencio. Omnipresente silencio. No sé cuándo nací, ni dónde. Supongo que nací aquí, pues no he conocido otro lugar que este extraño mundo sordo, de luz tamizada. Ni siquiera sé quién me crió, quién me cuidó. No sé que edad tengo, hace eones que perdí la cuenta de la perpetua sucesión de días y noches. Jamás he visto un ser vivo excepto algunos ratones y cucarachas moviéndose delante de mí, sin ruido y extrañamente inaccesibles. Sé que existen otros lugares, otros mundos, otras sensaciones y otros seres. Todo lo que sé lo aprendí en estos libros. Interminables hileras de libros antiguos. Estantes atiborrados de libros. Libros y más libros. Siempre los mismos, arrumbados y cubiertos de polvo. Miles, y más allá la nada, la oscuridad total, la desesperanza. 

Silencio. Eterno silencio. Una idea creció en mi mente. Primero obsesiva, después febril y al cabo enfermiza. El silencio, compañero inseparable, se ha hecho insoportable. Que aún me mantenga cuerdo no deja de sorprenderme, lo que a veces me inclina a pensar que justo es lo contrario, que me ha abandonado el juicio aunque me queden vestigios para hacerme la ilusión de la cordura. Sé que existe el sonido. Lo he leído cientos de veces y lo he imaginado en miles de ocasiones. He fantaseado con él cada alborada y he soñado con él cada crepúsculo. Sé que existe la música, sé que existe el ruido. Sé que existe el habla y sé con precisión los puntos de articulación. He intentado hablar, incluso gritar, y aunque me duelen la garganta y la lengua de intentarlo, desesperado, no he escuchado ni un solo sonido.

Silencio. Enloquecedor silencio. Una vez consumido por el ansia emprendí el más largo viaje que había realizado jamás. Espoleado por las lecturas en los viejos libros quise hallar nuevos mundos donde encontrar el sonido. Armado de férrea voluntad emprendí el viaje hacia regiones ignotas, venciendo dificultades y vagos temores por abandonar lo conocido. Me aventuré más allá de las interminables hileras de libros, pero llegué a un muro más negro que la noche, impenetrable, absolutamente infranqueable. Recorrí el muro durante innumerables jornadas, de Este a Oeste y de Norte a Sur. La inmensa negrura sólo desaparecía en los bordes del muro por los que se filtraban una pálida luz dorada. Ya mermadas las fuerzas y carcomido por la desesperanza, apesadumbrado, quise regresar a lo conocido. Tomé la ruta del Sur que calculé sería la más cercana. Cuando llegué al borde del muro, donde ya había estado, noté que la pálida luz dorada se hacía más intensa. Me acerqué con la esperanza de encontrar un resquicio sin explorar, una nueva oportunidad,  pero lo que vieron mis ojos me paralizó en el momento. Abominables, terribles seres cortaban el paso y amenazaban con subir por el muro. Provistos de corazas rojizas y con espantosa mandíbulas que parecían triturar todo lo que tenían por delante, se movían sin cesar, sin aparente rumbo. Aterrado por la visión viré sobre mis pasos y emprendí la huida.

Silencio. Ominoso silencio. Ahora que estoy nuevamente en lo conocido busco sosiego en la lectura, pero no deja de atemorizarme la visión de aquellos monstruosos seres que devoran todo a su paso. Quizás algún día trepen por el muro y traspasen la infinita negrura. No lo permitan los dioses.

De repente surgió el espanto. Instantes de caos, sobresalto, pánico…miles de agujas pugnaban por entrar en mi cabeza. Absolutamente mareado, anonadado, inconsciente, caído de rodillas en el suelo, con las manos en la cabeza y gritando, gritando… ruido. Se desató la locura. Alrededor desapareció todo. Se derrumbó mi mundo, simplemente desapareció. Ruido, sí, pero al fin sonido, aquello era el sonido. Por fin, terrorífico pero maravilloso sonido de vidrio pulido al impactar contra el suelo mezclado con gritos, mis propios gritos oídos por primera vez. 

Otra vez silencio, todo nuevo alrededor, pero extrañamente familiar. Nuevas e indescriptibles sensaciones me rodean, me envuelven, me penetran. Petrificado, contengo la respiración. Allí estaban las hileras de libros, interminables, pero enfrente otras tantas hileras con miles de libros contemplando mi estupor. Silencio…no, oigo la ligera brisa que genera una corriente de aire, el suave frotamiento que producen los cortinones que cubren los ventanales, el roce de miles de minúsculas patas de termitas huyendo de la luz, refugiándose entre los escombros de madera dorada y vidrio pulido que ellas provocaron.

Oyendo mis gritos de júbilo cabalgo sobre la suave corriente de aire que se dirige a la gran chimenea de la biblioteca…




[El Amanuense]



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