10 de abril de 2014

¿Te rozas?




 


Una temporada en el infierno


El siguiente fragmento pertenece a la novela Escuela y prisiones de Vicentito González, de Juan Eslava Galán. Es un autoplagio, pues el autor ya lo había recogido, entonces como un caso real, en Coitus interruptus: la represión sexual y sus heroicos alivios en la España franquista.

***



Entonces, con la poca edad, no entendía muy bien la desproporcionada importancia que los confe­sores y directores espirituales le concedían al sexto mandamiento, mientras relegaban a un segundo pla­no, e incluso olvidaban otros no menos importantes. A este propósito referiré lo que le ocurrió a mi hermana Presentacioncita con su director espiritual. El confe­sor le preguntó si se rozaba, y ella, en la inocencia de sus doce años, como había estrenado unos zapatos que la molestaban bastante, respondió: «Sí, padre».
El confesor respiró profundamente detrás de la rejilla, como si soplara. Su aliento halitoso llegaba a Presenta a través de la celosía. Prosiguió con la voz enronquecida por la emoción:
—Pero ¿te rozas mucho?
—Mucho, padre.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace como diez días.
—¿Cuántas veces te rozas?
—Todos los días, padre.
El confesor hizo un breve alto para respirar pro­fundamente antes de volver a la carga:
—¿Te encierras para rozarte?, ¿lo haces en el ex­cusado?
Presentacioncita no sabía que los curas llaman excusado al vater, así que dijo:
—En todos sitios, padre. En la calle, en el co­legio...
—¿En el colegio?, ¿dónde?...
—En todos sitios, padre.
—¿En la capilla, delante del Santísimo expuesto, también?
—Sí, padre.
El confesor aspiró aire como si le faltara y se de­sabrochó la trabilla del cuello, liberando la papada preconciliar.
—Hija mía: tu pecado es grave, muy grave. Estás cometiendo el pecado más grave para una niña; un pecado que conduce directamente al infierno, sin purgatorio ni nada. Las muchachas debéis conserva­ros puras como los ángeles, puras como la Niña Ma­ría, puras como la Santísima Virgen. Esos roces ofenden a la Virgen Niña y al Niño Jesús. ¿Te rozas con otras compañeras o tú sola?
—Yo sola, padre —respondió Presentacioncita hecha un arrebol. Ya le había advertido mi madre muchas veces que las prendas de vestir no se inter­cambian con las amigas, menos mal.
—Bien —suspiró el capellán—. Ahora vas a arro­dillarte ante el altar de santa Gemma Galgiani y me vas a rezar veintidós Avemarias, y otros tantos Glo­rias. ¿El Yo Pecador te lo sabes?
—Sí, padre.
—Pues echa también media docena, que más vale que sobre que no que falte. Comulga luego con devoción y no te roces más.
Ese día Presentacioncita se encerró en su cuar­to del bochorno que traía y no consintió salir, con los ojos hinchados de llorar, hasta que mi padre se puso serio porque el almuerzo estaba en la mesa. Terminando la sopa explicó por fin lo que le pa­saba:
—Mamá: que me tenéis que comprar unos zapa­tos más anchos.
—Pero, hija, si no hace un mes que estrenaste los del lacito —objetó mi madre.
—Los del lacito no me los pongo más porque me hacen pecar...
—¿Pecar? ¿Los zapatos? —dijo mi madre com­pletamente superada por los misterios de la reli­gión.
—Es por mi pureza. ¡Soy impura, mamá! —dijo Presenta echándose a llorar en los brazos maternos.
Mi madre se preocupó de veras. No se cansaba de repetirle a la niña que tuviese cuidado con los hombres y con los muchachos y que no se dejase to­car por ellos. Sin dejar de consolar a Presenta, se puso seria y preguntó:
—¿Qué es lo que pasa con tu pureza, niña? ¿Qué tiene eso que ver con tus zapatos?
—Porque me rozan y eso es pecado.
—¿Pecado? ¿Qué pecado? Todos los zapatos rozan cuando son nuevos.
Presentación se serenó un poco y contó lo ocurri­do con el capellán del colegio. Hasta entonces mi pa­dre se había desentendido del asunto, concentrado como estaba en su sopa del cocido, pero de repente soltó un bufido y montó en cólera.
—¡A ese cura hijoputa le parto la cara! —dijo sol­tando la cuchara y alzándose con arrastramiento de silla.
—Bueno, bueno, vamos a tranquilizarnos, Vi­cente —lo contenía mi madre—. No nos alteremos, que sólo ha sido un malentendido, que esta cría es muy inocente y no se ha enterado de lo que pasa...
—¡Cabrones!, ¡salidos! —insistía mi padre—,¡ellos son los que pervierten a las crías y les quitan la inocencia!
—¿Qué ha hecho el cura? —pregunté con el mara­villoso sentido de la oportunidad que me caracterizaba.
—¡Tú te callas y no te inmiscuyes en los asuntos de los mayores si no te quieres ganar un tortazo!
A mi madre le costó trabajo calmar a mi padre y convencerlo de la inconveniencia de partirle la cara al capellán del colegio de Presentacioncita.


[Charlus & Jupien, damnificados]

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