6 de abril de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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PRIMER VIAJE

Durante la noche que pasé en aquella oquedad, practicada en el meollo de libro, intenté leer sus páginas, a pesar de juzgar que las palabras que le faltaban constituían algo así como su corazón, no obstante lo leí de cabo a rabo, aunque al llegar a donde me hallaba, me sucedía como un hipo, que me dejaba en suspenso, con la sensación de que al saltar sobre mí mismo, comenzaba una obra nueva, siendo así que semejaba a esos versos dadaístas, que practican con desenvoltura y sin prejuicios los colegiales. No fue lo que se dice una lectura placentera, al menos hasta aquel momento, según las costumbres de cuanto había leído hasta entonces, nada de vanguardismos y aventuras excéntricas, tan caras a los usos de hoy en algunos cenáculos literarios. Pero tampoco me produjo ninguna exacerbación, ni nada que me irritara, a lo sumo un sueño letárgico, del que desperté con la irrupción de unas voces graves. Había llegado el momento. Rogué que al librero no se le pasara por la cabeza hojear aquel libro, de lo contrario me descubriría, y con ello quién sabe si me esperara el fuego o un simple despanzurramiento, con el fin de preservar las excelentes tapas, el lomo y la soberbia encuadernación, aptas para lucir en una vitrina como pecio rescatado del arcón de un abuelo marino. La suerte me acompañó, pues quien se personó a recoger la mercancía no fue el mismo librero, sino el conductor de la furgoneta de una agencia de transportes, por supuesto nada versado en los primores de la bibliofilia y su negocio, así es que, obediente, cargó todos los montones esparcidos por el suelo, sin interesarse lo más mínimo por ninguno de ellos, ni siquiera por curiosidad. Cuando hubo cerrado las puertas de la furgoneta y nos pusimos en marcha, la prolongada oscuridad de mi retiro agudizó mi sentido del olfato hasta extremos insospechados, o eso pensé, aunque lo cierto es que cuando uno está expuesto a un mismo ambiente demasiado tiempo, al salir de él cree haber adquirido una sensibilidad nueva. Pero como decía, percibí el olor de otros libros, unos olían a humedad, otros a ropa vieja, otros a leche agria, otros a cuero, a perfume, a sal, a éter, a madera quemada, a tabaco dulce, a cripta, a pescados en salazón, a ungüentos varios, a venenos inciertos, a efluvios seminales…, pertenecían a libros de otras bibliotecas, recogidos con anterioridad. De ahí deduje que cada una de ellas poseía un olor diferente, formado por la conjunción de cada uno de sus participantes, que, aislados, exudaban por todos sus poros la historia de sus avatares, de mano en mano, sin contar el olor de su propia y única naturaleza, común y presente en cada uno de los ejemplares diseminados por el mundo, pero singularizados al entrar en contacto con los demás congéneres y con sus lectores particulares, cuando no con el lugar donde habitaban. Me moría por salir de allí y pasear mis mandíbulas por ellos, por averiguar de qué trataban y cuáles eran sus hechuras. Unos olían a fresca juventud, otros, en cambio, a incienso rancio, a solemne decrepitud. La furgoneta se balanceaba en las curvas, haciendo que los ejemplares superiores se movieran de un lado a otro. Por una parte deseé que el mío no estuviera aprisionado bajo el peso de ninguno, para que en un vaivén cayese y pudiera liberarme, aunque por otra, tal vicisitud podría granjearme numerosos problemas antes de llegar a mi destino. Poco importaba concebir hipótesis sobre si ocurriera una cosa u otra, cuando no está en tu mano siquiera desviar el fiel de la balanza, para decidirse por alguna en concreto. Traté de relajarme como un enfermo tumbado en un quirófano, y dejar que el destino pasara arrastrándose sobre mí. El calor comenzaba a ser sofocante en aquel receptáculo, tanto que, según transcurrían los minutos, llegó a parecerme una tumba, o mejor, comencé a sentirme como un muerto mal enterrado. A punto de practicar un pasadizo con mis mandíbulas hacia el exterior, un volantazo del conductor y el golpe seco de una rueda en un bache, hizo aletear la mitad del libro, girando sobre su lomo, que aproveché para respirar con amplitud el aire cosmopolita de los cientos de libros allí reunidos. Antes de que regresaran de nuevo sobre mi cabeza las páginas que habían volado, me dio tiempo a leer un par de títulos vecinos: los Discursos y proverbios de un atlante caduco de Adalberto Ferrucci y el Tratado de las pasiones adúlteras de un misántropo putero de Armelindo Henríquez. De vuelta a la oscuridad, rehice de memoria las heridas observadas en ambos: cantoneras despegadas, tejuelos desvaídos y la piel de sus tapas ajadas. Pensé que lo mejor sería esperar allí con paciencia, y no adelantarme a la inquietud. No tardaría en comprender, que viajar no significa trasladarse de un lugar a otro, sino estar dispuesto a salir de uno mismo, sin olvidar, por supuesto, el bagaje cosechado en este último año transcurrido.
José Miguel López-Astilleros



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