El Pabellón Nº 6, A. Chéjov. Ilustración. |
LOS LIBROS Y LA LOCURA (y III)
A nuestro parecer, una descripción general de la locura podría ser que consiste en preferir el símbolo a lo que éste representa […]. El dinero, por ejemplo, es un símbolo; simboliza el vino, los caballos, la ropa elegante, las casas de lujo, las grandes ciudades del mundo y la quieta vivienda junto al río. El avaro es un loco porque prefiere el dinero a todas estas cosas; porque prefiere el símbolo a la realidad. Mas los libros son también un símbolo; representan la impresión que el hombre tiene de la existencia, y puede sostenerse al menos esto: que el hombre que ha llegado a preferir los libros a la vida es un maniático del mismo tipo que el avaro. Un libro es, sin duda, un objeto sagrado. En él están las mayores joyas encerradas en el cofre más pequeño. Pero eso no altera el hecho de que cuando se valora más el cofre que las joyas ha empezado la superstición. Éste es el gran pecado de idolatría contra el que la religión nos ha advertido tanto […].
Existe idolatría donde quiera que aquello que en un principio nos proporcionaba felicidad haya pasado en último término a ser más importante que la felicidad misma […] Es la elemental herejía matemática y moral que afirma que la parte es mayor que el todo.
En este sentido, la bibliomanía puede convertirse en una especie de ebriedad. Hay cierto tipo de hombres que en realidad prefieren los libros a todo aquello con que se relacionan los libros, a los hermosos lugares, a los actos heroicos, a la experimentación, a la aventura, a la religión. Leen sobre estatuas semejantes a dioses, y no se avergüenzan de su propia dispersa y desmañada fealdad; estudian los testimonios de actos abiertos y magnánimos, y no se avergüenzan de sus propias vidas secretas y egocéntricas. Se han convertido en ciudadanos de un mundo irreal y, como el hindú en su paraíso, persiguen con lebreles de sombras a una gacela de sombras. Y por ahí va la locura […].
Las posibilidades de desarreglo mental que acarrea la literatura no se deben tanto al amor a los libros como a una indiferencia hacia la vida y hacia el sentimiento y a todo aquello que registran los libros. En un Estado ideal, los caballeros que se encontrasen sumidos en abstrusos cálculos y descubrimientos deberían estar obligados, por ley de la república, a hablar durante tres cuartos de hora con un mozo de cuadra o una dueña de pensión, y a cruzar Hampsted Heath montados en un burro. Serían examinados por el Estado, pero no sobre el griego o las armaduras antiguas, que son sus placeres, y en los que se puede depositar tanta confianza como en los niños que juegan al trompo. Se les interrogaría sobre el cockney o sobre los colores distintivos de las diferentes líneas de autobuses. Se les purgaría de todas las tendencias que a veces han llevado de la sabiduría a la locura; se les enseñaría a convertirse en hombres del mundo, que es un paso para convertirse en hombres del Universo.
(Chesterton, Los libros y la locura, 1901)
Nos confiesa Gromov que, tras leer estas líneas de Chesterton, se siente aludido por el autismo bibliómano que se le ha achacado desde cierto entorno ultramarino. Esto le ha recordado la cita de Séneca; “Me bastan unos pocos, es suficiente uno, puedo conformarme con ninguno” que el filósofo aplicaba a los amigos, pero que no estaría tampoco mal referir a los libros.
Adjunta, una ilustración rusa de El Pabellón Nº 6 en la que se ve a Gromov dialogando con su loquero.
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