8 de abril de 2013

Una novela por entregas










Capítulo 5

No sé cómo pero conseguimos salir de la buhardilla y algunos rayos extraviados de un sol invernal nos calentaron la cara. Nos echamos a andar por aquellos cubiertas inestables de tejas viejas y sueltas no sin empujar al suicidio a muchas de ellas que rodaban tímidas hasta caer a un silencio de aire y, luego, romperse como un mudo huevo estrellado. Desde allí se contemplaba una perspectiva insólita de la ciudad sin nombre, toda naranja y granate y roja, herida de postes de la luz y de cables como el lomo petrificado de una ballena de novela. Las casas más viejas, llovidas de tejas enmusgadas de verdín, de tierra negra y hasta de flores pobres blanquecinas e incluso de amapolas, constituían una pradera idílica para gatos negros y blancos, rubios, atigrados, color mermelada y pelirrojos, grises, color canela y color plata, que paseaban, maullaban, dormitaban, comían y fornicaban a sus anchas. Era la ciudad de los gatos. Algunos de sus ojos ya fosforeaban a la sombra del cielo anublado mientras devoraban el pescado de la basura.
Caminamos durante horas por los tejados mirados por sus pupilas de ascua. A veces nos deteníamos a descansar sobre una casa arponada de una antena sobre la que nos apoyábamos. El perro Karenino orinaba en las cornisas, defecaba en las cumbres, olfateaba los aleros siempre a un suspiro de caerse y descubría nidos de pájaros ausentes de los que el poeta Pascal robaba los huevos. Al arribar junto a la muralla los cascamos con sus piedras y nos los comimos crudos enfocando, en el gesto, la mirada a las nubes más altas donde las aves, tordos, pardales, zorzales, vencejos, golondrinas, dueñas de huevos y nidos, nos sobrevolaban haciendo dibujos en el aire con el signo del infinito. Desde ellas nos cayó agua y corrimos a bajar a las calles por sus pasadizos.




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