24 de abril de 2013

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas








MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

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DESPEDIDA

Traté de despedirme de todos los conocidos sin que advirtieran mi cercana defección. Según iba encontrándome con unos y otros, a todos les decía alguna palabra o alguna frase que dejase entrever siquiera metafóricamente mi propósito, que entenderían pasados unos días tras mi desaparición. Ya sé que fue un alarde de vanidad, pero no tenía otro modo de hacerles comprender, que no buscaran en ello un acto de desesperación, sino un precipitado de mi voluntad y deseo de acercarme a esas mentes superiores, cuyos detritus quedaban abandonados en forma de libros en cualquier sitio. Algo debieron sospechar algunos por la manera de expresarme, se me quedaban mirando recelosos con sus ojos compuestos mirándome de hito en hito, sin saber cómo reaccionar al galimatías verbal con el que les agasajaba. Y no me extraña, porque el proceso había comenzado. A veces se aventuraban a salir de mi boca términos como “palpos” o “edeago” procedentes del libro de Hübner, que eran recibidos con repugnancia por la sospecha de que todo aquello les podría granjear algún tipo de desgracia, no de otro modo puede entenderse el alegato conminatorio que me lanzó un escarabajo a punto de solidificarse por dentro y por fuera, “Si te buscas, te perderás, Mortisaga, y tal vez nos arrastres a la temible luz en tu empeño”, me dijo. Pero no fue esta la última vez que fui amonestado, también sucedió cuando sin darme cuenta cité el principio de veracidad subyacente del filósofo alemán ya olvidado, Dirk Bach, estudiado en la obra mordisqueada por los ratones, Principios elementales de subyacencia, que el maestro Pedro Sapiencio había abandonado a su suerte como calzo de una de las estanterías, sin tan siquiera haber cortado las hojas que permanecían aún unidas. Estos deslices aceleraron mi partida, porque según se integraban en el corpus de los dimes y diretes de la sociedad tenebril, mi presencia comenzó a incomodar en los foros deglutidores de hojarasca y humus, donde el hedor de la putrefacción adquiría su más alta expresión nutritiva. No tardé muchas noches más en marcharme, acosado por los míos y subyugado por toda aquella sabiduría que me esperaba.

José Miguel López-Astilleros





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