29 de abril de 2013

Una novela por entregas



Larsen y karerino en los tejados





Capítulo 10

Al salir comprobamos que la luz del día había desaparecido. Dos grajos cruzaron con graznidos como lamentos espeluznantes el silencio del atardecer. Miré hacia arriba y vi unos chopos muy viejos pelados del invierno con centenares de ramas cruzadas en cuyos nervios los nidos de cuervos flotaban. De unos a otros se chillaban los pajarracos como si estuvieran discutiendo. Larsen se puso a gritarles imitando sus ruidos y ahuecando los brazos de córvido.
Los bermellones incendiaban el horizonte de la ciudad sin nombre y un escalofrío me recorrió. Me sentí triste e indefenso y solo, como si todas esas cosas de las que me rodeaba, los libros, los harapos, los relojes viejos, las plumas estilográficas secas..., no consiguieran quitarme de encima el frío del tiempo, la edad que se me metía por los huesos y me salía en la cara con un rictus de señor viejo y apenado y vencido y descreído de sus propios sueños. Y aunque acababa de pisar el umbral de los cuarenta años me sentía con las alas llenas de plomo y con la sangre pesada y me dolía el estómago y veía la ciudad, borracha de sus grises, aplastarme, vencerme ese mundo que me negaba a aceptar que me anegase en su tristura anónima. 
Y mirando el malva declinante del cielo de la ciudad sin nombre me empezaron a caer dos lágrimas gordas como bolas de cristal que lavaban mis mejillas de polvo acumulado sobre mi piel por la vida que llevaba. Entonces Larsen me sacudió con una embestida de su hombro de la que quedó traspuesto y con la mirada ida. Me volví hacia él y todavía tardó en hablar varios segundos:
-¡Vamos cuervo! Deja de darte pena de ti mismo.
Entonces, sin saber por qué, dije en voz alta:
-Lamieva.
Y vino a mi mente la chica desnuda, su cara ovalada y sus ojos de polo norte entrecerrándose al orgasmo, su cuerpo de animalillo contra el mío polvoriento y me dieron ganas de llorar otra vez.
Larsen se encogió de hombros y empezó a caer una helada lluvia. Nos guarecimos en el alero del anticuario y acudieron Pascal y Karenino. Convinimos en volver a la buhardilla de Larsen pero este recordó haber dejado las llaves puestas en el ojal de la cerradura por dentro a fin de que no penetrase el casero en el antro, por lo cual, debíamos volver a entrar por el tragaluz por el que habíamos salido al cual tendríamos que llegar nuevamente por los tejados.




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