9 de febrero de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

20
PRESAGIO

Jamás había mantenido conversación alguna con el poseedor de aquella biblioteca, sino a través de sus libros, que había ido reuniendo y leyendo a lo largo de su vida, escogidos como una pieza de fruta de entre un montón, por razones a veces tan peregrinas como azarosas. Podría decirse que cada uno de los que ya circulaban por el torrente sanguíneo de mi tiempo vivido, fueron conformando en mí un alma paralela de su existencia. Por eso la noche en que lo encontré pensativo bajo la luz del flexo, con la mirada perdida sobre la tarima, decidí hacerme visible, más por hacerle compañía, que por obedecer al instinto de mi especie. Con el dedo índice y pulgar de su mano derecha me tomó con delicadeza, se levantó del sillón y me posó sobre el escritorio de tilo.
Diálogo ficticio a las tres de la madrugada.
—Es un magnífico ejemplar de Blaps mortisaga. Nunca había visto uno tan grande y con el caparazón tan brillante. Me gustarías saber con qué se ha alimentado.
—Si hubieras sabido que me han nutrido tus libros, no me habrías tratado con tanto miramiento, me habrías hecho saltar las tripas por la fuerza de tu zapato. Pero no te preocupes, tan sólo me bastaron unos cuantos mordiscos al principio, hasta que mi boca aprendió a leer, después los estragos fueron menos, puesto que ya no necesité de más exhibiciones caníbales. Debe ser la tinta la que me presta ese aire tan saludable del que hablas, aunque lo de mi gran tamaño quizás se deba a los pocos libros de épica medieval que me han interesado, o quien sabe si a una mutación genética de mi ADN, provocada por la radioactividad emitida por uno de esos libros extravagantes de ciencia ficción.
—No me explico cómo ha llegado hasta aquí. A lo mejor venía entre las hojas de una lechuga o una col, vete a saber. Aunque lo que más me llama la atención es haberlo encontrado deambulando por la biblioteca. Claro que según tengo entendido, es uno de los pocos bichos capaz de alimentarse de celulosa. Pero aún así, sigo sin comprenderlo, porque en la cocina o en el jardín hay más restos orgánicos en descomposición que aquí.
—Desde luego, vaya razonamiento tan vulgar. Vamos a ver, encuentras un blaps fuera de lo común, y no se te ocurre pensar otra cosa que sólo la cáscara es excepcional, y no su comportamiento, o aún más que eso. A veces pienso que los libros sólo ofrecen alimento a las miradas codiciosas de los coleccionistas, y no a quien se fatiga entre sus junglas arbóreas, pensando encontrar quién sabe qué.
—Y sin embargo, cuanto más lo observo, más peculiar y fascinante me resulta, no por su caprichosa morfología de insecto, ni por su extraordinaria apostura, sino por haber renunciado a escapar, además parece tranquilo, seguro de sí mismo, diría, como si esa fuerza interior emanara de estar escrutándome, y hasta más allá, radiografiándome. 
—¡Bien, bien! Ahora sí. No podías decepcionarme. Por fin empiezas a comprender que mi presencia está compuesta de dulciamarga materia abstracta, pero azul, verde, roja, amarilla, tangente de todas las realidades, por donde circula a la velocidad de los desahucios la savia fluorescente de la invención, huyendo del exterminio.
—Pero, ahora que caigo. ¿Acaso no se le conoce a esta especie, como escarabajo del cementerio, porque se le atribuye la predicción de la muerte…?
Monólogo ficticio a las tres de la madrugada.
Lo demás fue silencio. Nunca sabré a ciencia cierta si el encuentro cara a cara con él, de esforzados vidrios taladrados por presidiarios sin escrúpulos, tuvo lugar. Como tampoco sabré, por qué su tribulación resultante, de cariátides ambarinas y pies cenagosos, no depositó su miedo exterminador sobre mi sorprendida aversión a mis instintos, enviándome al erebo del Bestiario de Aberdeen, donde inauguraría la clasificación de los insectos. Porque no lo quiero saber, porque  mi trágica condición de arúspice vadea los afectos contra mi voluntad.

José Miguel López-Astilleros





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