18 de febrero de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas











MORTISAGA EN EL CEMENTERIO DE LOS ICONOCLASTAS

21
CISMA

Cuando Sapiencio se marchaba a dormir a media noche, dejaba en la atmósfera de la biblioteca un olor cáustico a descomposición, diferente a todos los que había experimentado con anterioridad, nada que ver con el de las hojas caídas de los robles, la pulpa podrida de las manzanas o la linfa inmóvil de las polillas abrasadas, ni siquiera con la celulosa húmeda cubierta de moho. Esto comenzó a suceder desde la primera noche que nos conocimos personalmente, y un olfato de abismos me recorrió todo el caparazón. Tardé mucho tiempo en hacerme a la idea de que todo procedía de su interior. Cómo no dudar de que aquel crepúsculo no me pertenecía a mí, sino a él, si cuanta más relación tenía con sus libros, más diamantinos y eternos me parecían los mundos que albergaban, a salvo de contingencias de cualquier naturaleza, por lo que establecí que él sería también depositario de esta persistencia ilimitada en los tiempos, no en vano era el gran señor que reinaba en aquel espacio, tan elástico como la imaginación de un lector fuera capaz; y aunque pueda pecar de vanidad, a estas alturas ya me considero algo más que un atento lector, y creo no equivocarme si digo que hasta un loco lector, de esos que sólo conciben la vida por mediación del lenguaje. Pero poco sabía de los misterios de la carne humana, sobre todo de su sometimiento al azar, que así es como llamé a lo que escapaba a mi comprensión. La fetidez era exhalada desde alguno de sus orificios, eso creí las primeras veces que me dejó acercarme a él. Más tarde cambié de opinión. Conforme fueron transcurriendo las noches, la pestilencia fue en aumento, no parecía que tal cantidad de miasmas nauseabundas pudieran ser trasudadas sólo a través de ellos. Con todas mis ignorancias y una sola intuición respecto a ello, busqué y rebusqué por todas partes atlas de anatomía y cuanta obra pudiera ayudarme en desentrañar las tenebrosidades de su cuerpo. Tras numerosos correteos de aquí para allá, cuando me iba a dar por vencido, trepé hasta la cima de una estantería, situada sobre el dintel de la puerta de entrada, donde había un pequeño baúl de arce. Tenía un aspecto lóbrego, debido a los intersticios que dejaban sus tablas entre sí, que más parecían amargas cuchilladas que otra cosa. En un esfuerzo que casi me deja sin patas, logré introducirme en él a duras penas. Allí encontré un ejemplar de Bibliotheca anatomica de Johann Jacob Mangetus, edición de 1699, cuyo examen abandoné por no entender nada, pues todavía no dominaba el latín, tras avistar en su espesor unos dibujos de torsos y estómagos. Otro fue Aprobación de ingenios, y curación de hipochondricos de Thomás de Murillo y Velarde, en edición de 1672, de cuyo recuerdo sólo me quedan las líneas dedicadas a las eficaces virtudes que el chocolate tiene sobre el corazón, y poco más, porque si la memoria no me falla, que seguramente sí, aquellas melancolías de las que hablaba nada tenían que ver con lo que andaba rastreando. Y finalmente hallé un facsímil envejecido de De humani corporis fabrica de Andreas Vesalius, que a pesar de estar también en latín, como el primero, me satisfizo, a la par que me horrorizaron el gentío de su portada y los innumerables grabados que ofrecía de la oculta anatomía humana. No hizo falta que entendiera el texto, para saber dónde se originaba el mal que emanaba Pedro Sapiencio, y debía estar en un grado muy avanzado, puesto que el hedor se me pegaba incluso a las articulaciones, por no hablar de las náuseas que vomitaba cada rincón de la biblioteca. Una dolencia terminal se le agitaba, se le extendía, a golpe de canto de sacrílego profeta, poderosa, entre alucinadas oquedades de sangre, lanzándome sus improperios letales desde un silencio de soledades. A pesar de todo, si he de ser sincero, no se me alcanzó la posibilidad real de que aquello acabara con la vida de mi preceptor, tan obnubilado me tenía la contemplación de la vida peleándose a dentelladas de hiena en su organismo. Aquello me resultaba hermoso, y hermoso permaneció en mi consideración, hasta que supe que se trataba de células que habían decidido practicarse la apoptosis: árboles azules sin hojas, pájaros con pezones endurecidos, peces con dientes de cormorán, violetas carnívoras, auroras ácidas de mercurio, de enfermedad. 

José Miguel López-Astilleros



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.