27 de mayo de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas










II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


3

LA TRASTIENDA


Aún me pregunto hoy si, recién arrumbado en aquel cuchitril saturado de lignina oxidada en su atmósfera, fue el accidente sufrido lo que me inclinó a realizar aquellas primeras lecturas siamesas, antes de fondear la rebotica a la que había ido a parar, o fue mi particular manera de echar el ancla en aquel sembrado, quizás por miedo a que el viaje no hubiera concluido del todo, y no tuviera la certeza absoluta de que no se tratara de un sueño. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar frente a la realidad soñada, porque  además había en mi nueva situación algo familiar, cercano, deseado; por eso llegué a la conclusión de que más de una vez mi subconsciente había hoyado aquel destino, y ahora me tocaba reconocerlo con mis sentidos, pero eso sólo me era posible aferrándome a la materialidad de lo individual y concreto, con detenimiento y hasta delectación, y de qué mejor modo puede un lector asirse a un amor que teme volátil, que masticando sus fibras, en este caso tejidas con palabras, realidades de otras realidades, mundos de otros mundos, placeres gaseosos de lentas combustiones, infiernos bullentes y calmos de vidas aún por germinar. Aunque si me paro a pensar en todos y cada uno de los prodigiosos libros que allí había, muchos de los cuales no me daría tiempo a degustar jamás, de poco valdría el argumentario o la justificación anterior, que no sea la de los horizontes emasculados con los que salen las miradas en su primer viaje, hasta que a sus ojos les vuelven a crecer las estrellas de mares nuevos. Pero como el arrepentimiento siempre pertenece a un pasado escrito en piedras fugaces, de poco vale torturar las razones de por qué tomamos una decisión y no otra. Así es que dejémonos de lirismos infecundos y vayamos a la trastienda del cementerio de Laminium. En aquellos instantes no pude imaginar que al otro lado hubiera una librería, de la cual estaba separada por una puerta cerrada con seis vidrios amarillos, labrados y translúcidos, que poca luz filtraban por estar lejos del pequeño escaparate de la fachada, pero como es sabido que a las criaturas nocturnas los resplandores del día nos abruma en la somnolencia, agradecí la penumbra sólo para situarme en las primeras horas del amanecer, no porque me ayudara en mi escrutinio, sobre el cual, en un alarde de inusual sinceridad en un narrador, declaro la artimaña de mezclar aquel testimonio parcial con lo que supe más tarde, aquel mismo día y semanas sucesivas. Aquella habitación poseía un aspecto rústico y provisional, daba la impresión de que tanto los anaqueles de chapa gris almacén, como la mesa de roble, desportillada en todos sus bordes, y dos baúles descoloridos de haya con herrajes antiguos pintados de negro, fueran a ser retirados en cualquier momento, incluso los libros amontonados en una barahúnda tumultuosa parecían esperar un equilibrio clasificador que los elevara a una categoría que según ellos merecían, sobre todo cuando en mi primera aproximación me di cuenta de que en cada pared había dos estanterías superpuestas hasta el techo, una delante de la otra, y en cada una de ellas dos filas de libros en cada una de las baldas, que sumaban un total de cuatro, sin contar los ejemplares apelotonados y tumbados unos encima de otros sobre estos, en posiciones que no envidiaría ningún contorsionista circense. Vine así a modificar mi primera apreciación sobre las dimensiones de la estancia, una vez vacía en mi imaginación, lo que me dio una idea de la enorme cantidad de libros allí contenidos. Un espacio que oficiaba de purgatorio, donde aspiraban en la memoria del librero a ocupar un puesto en el olimpo, que no era otro que la sala de visitas, expuestos con orden, aseo y pulcritud, en espera de futuros clientes, y de ahí al estamento más apreciado, el de la biblioteca de un lector apasionado y cuidadoso. Me detendré en los baúles en particular, pues sospeché contendrían una edición de 1672 de Nueva ciencia y filosofía de la destreza de las armas, de Luís Pacheco de Narváez, o uno de los dos ejemplares completos de Floresta de varia poesía, editado en 1562, de Diego Ramírez Pagán, custodiados y aislados en aquel retiro por su gran valor bibliófilo y pecuniario; pero debo adelantar que esta idea sólo era un delirio de bibliópata, como se verá en alguna otra entrega. Estos a su vez estaban relacionados con la presencia de cuatro enigmáticas sillas, que a mi parecer sólo servirían para encaramarse a los últimos anaqueles. He de confesar que disfruté como un niño de todo lo que aprendí en aquella trastienda, pero también he de reconocer que también sufrí lo indecible, cuando averigüé que no a todos los amigos que hice allí les esperaba el noble destino que anhelaban.

José Miguel López-Astilleros



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