18 de junio de 2014

El deseo




Una temporada en el infierno



(Un gran día para tus biógrafos, frag.)

Podemos decir lo que se nos antoje sobre el deseo, finalmente sólo nos podremos de acuerdo en que si no se nos ha dotado de  la herramienta pertinente para machacarlo y destruirlo cuando se presente hasta que, dos horas, un día, cuatro días, dos semanas después, vuelva a brotar con su alegre ímpetu, el deseo es muy cabrón. De acuerdo en que los científicos lo han estudiado minuciosamente, han hecho toda clase de exámenes a no sé cuantas especies animales, han observado a sus conejillos de indias alcanzando a precisar con magníficos términos el elaborado proceso que lleva a que se nos presente una hiena en las entrañas y empiece a devorarnos entre risas hirientes.  De acuerdo en que los poetas lo agasajan con endecasílabos, alejandrinos y versículos que roen su oscuro misterio y, como la lengua de una linterna minúscula en la gruta que da paso a la cueva más grande del mundo, sólo sirven para que comprendamos la grandeza de ese lugar, la densidad  de esa oscuridad a la que nuestra linterna  apenas sabrá herir. Pero cuando un viento venido de sabe dios qué cielos  te arranca de donde estabas y en su alfombra rauda te lleva hasta las entrañas de esa cueva primordial, saber que una gresca de hormonas o un vals de gigantes está teniendo lugar en el panel de control de tu alma, sirve de poco, como de poco le sirve a quien ha perdido su casa en un terremoto saber en qué punto exacto del mapa se ha localizado el epicentro de seísmo y qué fallas tienen la culpa de que él lo haya perdido todo, como le sirve de poco a la víctima de un dictador el canto encendido que un poeta hizo de los logros magníficos de la policía intelectual de ese dictador. ¿Qué hacer con el deseo, esa nodriza que nos acuna dulcemente para dormirnos y al ver que no nos dormimos, sonriente y cariñosa, nos deposita en la cama y nos tapa la cabeza con la almohada y aprieta para ahogarnos? La opción religiosa -resistir- es contraproducente porque conduce, por una avenida de árboles parlanchines que esconden en sus troncos las  brasas del infierno, a la patología (y que esa patología adquiera tintes heroicos no le quita su condición patológica). Lo más recomendable es, como en los atracos, no oponer resistencia.

(Juan Bonilla, en plantilla)

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