30 de junio de 2014

Un mitin de irracionales (Editorial Ganso y Pulpo)






        Es cosa harto sabida que en los benditos tiempos del moralista y fabulista griego Esopo hablaban los irracionales y decían sus conceptillos y sentencias como cualquier sabio de los tiempos modernos.
        Esopo, que había hecho profundos estudios sobre la materia, al verso libre de la esclavitud y en la corte de Creso, donde conoció a Solón, quiso saber lo que pensaban de sí mismos y de los hombres los animales, para lo cual, según cuentan las crónicas, los invitó a reunirse en determinado día. Acudieron algunos, porque todos era imposible; les explicó lo que pasaba, y se dispuso a escucharlos uno tras otro.
        El León, en su cualidad de Monarca, fue el primero que usó de la palabra.
        —Yo soy —dijo con voz solemne— el más fuerte y el más melenudo de los animales. No hay otro que tenga una presencia tan fiera y tan imponente. Donde siento la planta infundo pavor. Me llaman el rey del desierto. Como cuando tengo hambre, bebo cuando tengo sed, y duermo cuando tengo sueño. Soy más dichoso que el Rey de los hombres, porque hago lo que quiero. Además de ser señor de los animales, soy señor de mí mismo.
        Dijo, y sacudiendo majestuosamente la espesa melena, cedió su sitio a otro orador.
        Presentose el Tigre, el que, lanzando miradas centelleantes y abriendo sus horribles fauces, de donde colgaban aún jirones de carne fresca, empezó del modo siguiente:
        —Confieso que tengo unos gustos muy sangrientos. Mis placeres se cifran en destrozar la presa que cae entre mis garras. Me embriaga el olor de la sangre… ¡Ay del que se pone a mi alcance! Sin embargo, en cuanto aplaco el hambre me echo a dormir. No me gusta atormentar a mis víctimas, como ciertos asesinos cuya historia he leído en los libros de los hombres.
        Acabado de decir esto, lanzó el Tigre un rugido espantoso, y huyó al bosque vecino.
        Tocó su turno al Oso, y dijo así:
        —Yo no quiero alabarme; soy malo, gruñón, pesado de espíritu y de cuerpo, y, en fin, no tengo nada en que fundarme para pensar que puedo agradar a nadie. Por eso vivo en la soledad y evito en todo lo posible rozarme con los demás animales. Estando solo, evito a todos el disgusto de verme y oírme. ¿No doy con esto una prueba de buen juicio? Pues lo mismo que yo hago debieran hacer aquellos hombres que son tan poco agradables como yo; de modo que tienen todos mis defectos, sin tener ninguna de mis buenas cualidades.
        Retirado el Oso, poquito a poco, se presentó en escena el Mono.
        Este, a guisa de exordio, comenzó su discurso haciendo gestos cómicos y movimientos ridículos, que excitaron la hilaridad de los presentes.
        —Señoras y caballeros —dijo haciendo visajes—: Tengo el honor de presentar a ustedes en mi persona al más listo, al más gracioso, al más maligno y al más espiritual de todos los animales. En una palabra, soy el Mono, y con esto está dicho todo. Hago con mi cuerpo lo que quiero, y he nacido para divertir a los demás. ¡Cuántos actores quisieran tener mi talento! En vano les doy lecciones y les predico continuamente: «Sed naturales, moveos con gracia…». Nada, se empeñan en no seguir mis consejos, y así es que a cada momento están expuestos a llevar una silba.
        Tras el Mono se acercó tímidamente la Liebre, y mirando recelosa al derredor, dijo:
        —Yo soy miedosa, muy miedosa; pero el miedo no me ha hecho cometer nunca una bajeza. No sé si me habrán engañado, pero me han asegurado que muchos hombres hacen todo lo contrario.
        Calló la Liebre y tomó la palabra el Ciervo.
        —Yo me tengo por el más feliz de los animales. ¿De qué me quejaré yo? Mi compañera es buena, cariñosa y, sobre todo, fiel. A cada momento me asegura que me ama, así es que soy un marido dichosísimo. Como he depositado en ella la más completa confianza, la dejo sin cuidado ninguno que vaya a vagar por el bosque con algún amigo mío. Cuando vuelve del paseo está más apasionada de mí que nunca. Yo la llamo «vida mía», y ella me contesta suspirando: «Ciervo mío». Naturalmente, al que es dichoso no le cuesta nada ser bueno, así que no tengo odio ni mala voluntad a nadie. Perdono a todos, hasta a los cazadores que vienen a perseguirme, y les deseo la fortuna mayor que puede gozarse en este mundo: una mujer como la mía.
        Al Ciervo siguió el Asno.
—Yo no soy tan optimista como el Ciervo, ni tengo tanto talento como él; pero no me falta cierto buen juicio para conocer que soy muy ignorante. Mi saber es tan limitado como largas son mis orejas. No sé nada, pero me callo y no me expongo nunca a que me echen en cara mi ignorancia. Yo no enseño lo que no he estudiado: yo no escribo libros que dejen al lector tan en ayunas como está el que los escribe… En fin, no pronuncio discursos embrollados con la sana intención de que se me abran las puertas de alguna Academia. ¡Cuántos hombres son tan asnos como yo y no tienen mi modestia!
        Tocó la vez al Cerdo.
        —Voy a hablar o a gruñir, señores, con tanta franqueza como el orador que me ha precedido en el uso de la palabra. Si él es ignorante, yo soy inmundo, pues prefiero un lodazal a un lecho de rosas. Mi felicidad consiste en arrastrarme por el fango. Sin embargo, aunque manchado en mi exterior, tengo mi carne sana y pura mi sangre. Los hombres viciosos y corrompidos son seductores al exterior; levantad la corteza, sondead el corazón… ¿Qué halláis?… Fango y miseria.
        Luego se presentó el Pavo Real.
        —Afirman —dijo— que soy la vanidad andando. Que mi único placer es lucir mi bello plumaje para atraer la atención de todos. Cierto. Pero ¡cuántos hombres son más presumidos que yo, sin tener ninguna de mis ventajas! —Y se alejó haciendo la rueda.
        Siguió el Canario:
        —A fuerza de vivir enjaulado entre los hombres, de verlos, de oírlos, y por haber sido educado por ellos, he venido a parar en lo que soy…
        El Canario no pudo proseguir, porque la Cotorra y la Urraca movieron una disputa, y empezaron a gritar, jurar o injuriarse, promoviendo tal ruido que nadie se entendía.
        —¿Me dejarás hablar, vieja bachillera? —decía la Cotorra.
        —¿Quieres callarte, insulsa parlanchina? —contestaba la Urraca.
        —¡Anda, que eres más fastidiosa que un abogado!
        —¡Quita, que eres más pesada que un orador público!
        Cuando se cansaron de injuriarse, habló el Buitre.
        —La raza humana es de peor condición que la nuestra: los vivos se matan unos a otros, pero los Buitres no tocamos más que a los muertos.
        La Serpiente:
        —Se puede curar de mis mordeduras, pero las lenguas de las víboras humanas hacen muchas veces picaduras mortales.
        La Araña:
        —La mayoría de las mujeres preparan lazos con más habilidad que nosotras, y no son por cierto pobres moscas las que cogen en sus redes.
        La Tortuga:
        —Yo voy poco a poco, como buena Tortuga; pero voy por el camino derecho. Los hombres van más ligeros que yo; pero, con tal de tocar su fin, toman cualquier camino, bueno o malo.
        Siguió la Ostra:
        —Casi siempre llevo encerrada alguna perla en mi seno: una ostra de la especie humana tendría envidia y le cerraría su puerta.
        Y no habiendo ningún otro animal que hiciera uso de la palabra, Esopo viose precisado a levantar la sesión.
        Cuando quedó solo, una sonrisa de satisfacción asomó a sus labios, no admirándose de que los animales se creyesen superiores al hombre, porque esta era la opinión del filósofo. ¡Tan pobre idea tenía de la especie humana.

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Bajo licencia Creative Commons por la editorial electrónica Ganso y Pulpo.

                                                                                                                                                    [Gromov]

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