12 de junio de 2014

Mortisaga en el cementerio de los iconoclastas







II. EL CEMENTERIO DE LAMINIUM


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LA ESCAFANDRA


Tras el primer recorrido de mis tres pares de patas por las baldas inferiores de las estanterías, iba quedando el último rastro de vegetación que percibiría en mi vida, a menos que dicha percepción fuera evocada por alguna imagen literaria o inducida por la digestión de libros sobre botánica, como el Cuaderno secreto de las flores de invierno de Amílcar Bach, o zoología, como Animales en la herrumbre de la vida de Augusto Pisón, dos de mis preferidos, así hojas secas, bellotas en descomposición, ramas podridas o linfa deshidratada, pero a esos perfumes, sabores y nostalgias se les unió la historia de una campesina romana enamorada de un tribuno, en cuyo dulce rostro varonil nadie sospecharía jamás que pudiera esconderse la locura, hasta que a principios de un otoño, durante uno de sus paseo por el campo, pasó junto a la viña en la que ella se afanaba con mimo en recoger uvas para vender al día siguiente en el mercado, se le acercó sobrecogido por la ternura y delicadeza de amante con la que cortaba los racimos y los depositaba en un cesto de mimbre, y sin percatarse de que el sol aún podía causar estragos en las gentes poco acostumbradas a sus rigores, comenzó a verse reflejado en los esplendorosos frutos acariciados por la campesina, delirio que le produjo un placer tan intenso en sus armoniosas facciones, que ella no dudó en levantarse para contemplarlo, pero la presencia de la cizalla de vendimiar en su mano derecha sobresaltó al tribuno, cuya mirada se tornó sombría y mezquina, no temerosa, por el contrario arrogante, transformando su semblante hasta labrar un profundo surco en el entrecejo, unos labios delgados y un rictus de crueldad, cincelados con dolor en el recuerdo de la campesina, quien al día siguiente en el mercado, al verlo entre la multitud, se le acercó y lo degolló con la misma cizalla con la que había cortado los racimos el día anterior; antes de ser ajusticiada en su defensa sólo se le pudo escuchar que las uvas habían de cosecharse a su debido tiempo, antes de que perdieran toda su belleza y sólo sirvieran para elaborar vinagre; aunque llegada la noche y oculto el sol, comprendió en la soledad del calabozo que la locura también habita el otro lado de la luz. No sólo fueron estas palabras las que iba dejando tras de mí, ni esta historia, procedente de algún recuerdo, sino otras, como la de las cerezas verdes heridas y afrentadas por el pico de un estornino gaznápiro, o la de los tranvías nocturnos que tomaban la bifurcación de los peces para no quedarse varados en los hangares del silencio, o aquella de la trapecista que se suicidó colgándose de los hilos de cobre en una torre de alta tensión, por ver si aquel dolor amansaba a los abismos de las alturas, donde nunca encontraría consuelo ni esperanza, o la música tempestuosa de las dunas moviéndose hacia las lenguas del océano, o un lápiz rojo de carpintero en la oreja, sediento de maderas exóticas, o las huellas verdes de un veneno reparador, y también muchedumbres con un solo ojo, opaco y cubierto de biseles grises. Detrás, todo iba quedando atrás, como el lastre que suelta un buque para no sucumbir a la quietud de valles pelágicos, detrás, atrás, melancolía de las arquitecturas que me conforman. No sabría explicar cómo podía seguir avanzando por aquellos parajes sin quedar paralizado por estas y tantas visiones más, la respuesta me llegó cuando comprendí que la historia del ladrón de libros inéditos me la dictó La editora de sueños o la escafandra del buceador, de la escritora montevideana Daniela Malabia, hija del editor Nelson Malabia, el cual internó a su hija en el sanatorio psiquiátrico Vila Carmen, dejando las instrucciones de que los libros que escribiera los remitieran a los talleres gráficos de su editorial, donde debían ser destruidos sin más miramiento por contener a su juicio la prueba indeleble de su trastorno, pero que uno de los encargados de la recepción de originales dispuestos para la imprenta, aquejado del mismo mal que Daniela, decidió leer su primera obra antes de seguir los dictados de su padre, y tanto fue su entusiasmo que por su cuenta y riesgo la metió en máquinas, lo que le valió el despido de la empresa y la amistad de la escritora. Me embargó la emoción comprobar que parte de mis recuerdos ya pertenecían al futuro, pues todavía no había puesto los ojos en el libro de Daniela Malabia, cuatro volúmenes más allá, y ya no tuve miedo de mirar hacia atrás, porque todo formaba parte del mismo reino.

José Miguel López-Astilleros

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